miércoles, 7 de julio de 2010

En la carretera: Austin (Texas)

Arbustos, la autopista a cincuenta metros, un parking casi vacío, un edificio largo y bajo, la moqueta gris, el olor rancio del pasillo, la recepción en penumbra, nadie en el mostrador. Todo encajaba en el concepto de motel de carretera. Hasta que toqué la campanilla. ¡Ding! Esmeralda, la recepcionista mexicana, apareció sonriendo con un montón de sábanas bajo el brazo.

Mi llegada a la tierra de los Bush había ido francamente mal. El control del aeropuerto, el taxista, que parecía el hermano gamberro de B. B. King, y finalmente, la situación del hotel. Esmeralda me contó que al reservarlo por Internet lo habría confundido con el de la misma cadena en el centro de la ciudad. Era tarde, decidí pasar la noche allí.



Sentado en la cama recreé esa escena de No es país para viejos. Perdí unos segundos con la película hasta que me entró hambre. A esas horas, según la mexicana, mi única opción se encontraba a quince minutos en un centro comercial. Me tendió diez dólares para comprarle unos tacos. Pero, tras ver el camino junto a la autopista bajo la noche cerrada, decidí calmar el hambre durmiendo. Al día siguiente cambié de hotel.

La capital del estado de Texas es un pequeño reducto progresista en la zona: un progresismo del sur de los Estados Unidos, claro. Goza de una gran riqueza étnica y cultural por su cercanía con Mexico y sus ciudadanos se enorgullecen de su talento musical. Esa segunda noche lo comprobé en Elephant Room, un local de jazz enterrado en un sótano. Allí descubrí la rica cerveza Fireman’s 4, tan famosa como la Batalla de El Álamo, mientras escuchaba a Beto and the Fairlanes. Uno de los trompetistas, al poco de arrancar, lanzó una bolsa llena de tapones a la rubia de la primera fila. El jazz fusionado de Beto era como el ambiente de Austin: sureño, latino y multicultural.

El congreso trató sobre periodismo en Internet y me ayudó a ponerme al día desde la perspectiva de Estados Unidos. Me llevé unos cuantos contactos para futuros proyectos. Entre ellos, conocí a uno de los editores del New York Times, al que luego visité en la redacción de Manhattan. De los más de cien participantes, sólo estábamos tres españoles. Compartí conversación con viejos conocidos y disfrutamos del buen tiempo de Austin. Recorrí la ciudad, me asomé al Capitolio de Texas y cerré el congreso con un grupete en The Hole in the Wall, otra pieza de museo entre los bares americanos.

lunes, 21 de junio de 2010

Aprender, divertirse y amar el periodismo

Sentado en el sofá de mi apartamento en Manhattan, pero muy cerquita de todos los estudiantes de la I Promoción de Periodismo de la Universidad Miguel Hernández. Así pasé el sábado por la mañana, conectado a Radio UMH, riéndome y emocionándome con los discursos, los aplausos y el ambiente de un acto que suele ser puro trámite, pero no este año. Esta primera quinta ya ha pasado a la historia de la Universidad, se les recordará con un cariño especial, porque son únicos e irrepetibles, como señaló el rector. Que eso compense al menos los imprevistos y desajustes que han sufrido por estrenar una jovencísima licenciatura, como dijo su padrino de honor, José Luis. Por cierto, agasajado con un acierto total, en su línea baloncestística. También fue de Matrícula de Honor el elegante y divertido discurso de Gema y Miguel Ángel.

Cuando llegué a la Universidad Miguel Hernández acababa de estrenar este blog. Mi primer año en Elche fue pacífico y relajado, aunque no tanto como este curso neoyorquino. Como mi asignatura no arrancaba hasta Tercero, me centré en la investigación, en publicar un libro a partir de mi tesis y en otras tareas menos estresantes que la docencia. A estos más de cien graduados les conocí en 2007, el primer año de mi materia. Emocionado con ofrecerles un taller periodístico, más que una asignatura teórica, les sobrecargué de prácticas para que, al menos, se ‘mataran’ a escribir. Y me consta que sufrieron. Yo también. Gracias a ellos aprendí muchas cosas. Pero, sobre todo, dos: a) no exijas nada que no hayas explicado, demostrado y probado por ti mismo; b) si uno no se divierte dando la clase, los estudiantes menos aun.

Rosa María Calaf fue nombrada Doctora Honoris Causa durante la graduación. Me encantó que en su discurso emparentara las dos profesiones de mi vida: la docencia y el periodismo. En las dos se trata de contar historias, y eso es cosa seria. La Calaf es, entre muchas otras cosas, una periodista apasionada por su trabajo. Los estudiantes la eligieron Madrina de Honor. Bien está: ella es un ejemplo de amor a la profesión y de aprendizaje incansable.

Los profesores de la carrera también se merecen la felicitación. Pero hay uno que encarna el esfuerzo de todos, uno que jugó este partido desde el minuto uno, cuando sólo había burocracias y obstáculos; uno que ha sufrido como ninguno por que esta Titulación de Periodismo tuviera eso, Periodismo. Ha peleado en batallas frías y oscuras, de esas que no se airean en la barra del bar. Ha tenido que sortear politiqueos y mezquindades. Ha dejado tiempo personal en tareas ajenas. En definitiva, ha velado sin esperar aplauso o recompensa por que esta carrera saliera adelante y fuera lo que es hoy. Gracias, José Alberto. Y perdóname por esto.

Los estudiantes han terminado su travesía por el palmeral de Elche. Ahora viene lo mejor de sus carreras. A pesar de las dificultades, las profecías funestas y los nubarrones en la industria, hay mucha vida en el periodismo, aunque no sea en los viejos soportes. Esperemos que dentro de unos años esta quinta vuelva a las aulas a contar sus experiencias, sus éxitos, también sus fracasos, y las verdaderas lecciones de la vida. Enhorabuena a todos. Y recordad: una universidad es buena, sobre todo, si sus alumnos son buenos. Yo, personalmente, creo ahora que estoy en la mejor de todas.

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Para despedirse de su etapa universitaria en Elche, los estudiantes idearon, organizaron, grabaron y montaron ellos solitos un Libdub. Enhorabuena por el excelente trabajo.



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Discursos subidos a la web por el padrino de honor de la promoción, José Luis:


jueves, 3 de junio de 2010

En la carretera: Atlantic City

Rápida y suave como la tela del tapete, pero tan mortal como una cobra. Me noqueó en dos movimientos secos. Miraba con la vista cansada, hablaba con lengua viperina y manejaba las cartas con habilidad serpentina. Era una crupier de Black Jack en el Trump Marina de Atlantic City. Y liquidó el bote de gasolina y peajes de cuatro ingenuos que vivían su primera experiencia en un casino.

Atlantic City, a pesar de las películas y las series neoyorquinas, deprime como una lasaña congelada. Goza de cierta belleza natural, como, por ejemplo, La Manga del Mar Menor, pero la frecuenta el público de Benidorm. En los casinos merodean viejunos, cuarentones ludópatas y grupos de chinos con algoritmos en lugar de ojos. Los crupieres son aun más tristes que el público general. Ninguno sonríe. Tienen la mirada apagada, la cara pocha y los hombros caídos. En los casinos se permite fumar, y hasta ese cultivado vicio me parecía feo y maloliente entre los dedos de los jugadores.

Después de perder la virginidad en la veintiuna americana, me acerqué con los amigos a la ruleta, otro clásico cinéfilo. Aposté cinco dólares al rojo. La bolita rodó silenciosa. El crupier pasó el brazo por encima del tapete: “No more bets!”. Y salió rojo.

Pero luego lo perdí. ¿Os suena la película, no?

Más allá del ruido de las tragaperras, el casino tiene una banda sonora parecida a ese tramo psicodélico de A Day in a Life de los Beatles (minuto dos). Sí, la parte más desagradable. Mis amigos decían que había un mensaje subliminal: “¡Apuesta, apuesta, apuesta!”. Ante las circunstancias y el temor a otro palo, abandonamos Atlantic City al cabo de 20 minutos. Creo que hemos sido los turistas más precoces del lugar. Visto y no visto. Desplumados y a casita.

"Que disfruten del viaje", se despidió la crupier.

martes, 18 de mayo de 2010

Moby y la muchachada en el Webster Hall


Simon dijo que si entrábamos por el sótano no pagábamos ni un dólar. "¿Vais a la sesión de Moby?", preguntó el portero. "No, a otra sala, a escuchar música", contestó Samira. Nos ahorramos una cola de veinte metros. Luego, subimos hasta el hall del Webster y allí esperamos la entrada triunfal de Moby, al que yo aun reprochaba su dueto con Amaral.

No era mi sitio el Webster. Mucha "juventud no adulta", del tipo que tan bien retrata Eresfea con esta protocrónica de una conversación universitaria en el autobús. Pero pensé que merecía la pena escuchar a alguien valioso, según los entendidos, y que sabe mezclar música electrónica. Y así fue. Cuando el pinchadiscos que le precedía -un barbudo de pelo largo y con una mesa de mezclas por barriga- colgó los auriculares, se despertó la euforia de la muchachada. Moby, delgado, calvo e inquieto se aproximó al escenario. A su lado había una docena de fotógrafos, y detrás de él, un grupo de invitados de honor, todos bailando de una forma patética, eso sí, muy vip.

No entiendo de este tipo de música, ni de la habilidad que requiere el dj. Pero reconozco que el hombre sabía concitar la emoción de los chavales, aunque abusaba del recurso in crescendo, dos segundos de silencio más explosión final apoteósica donde todos brincan y levantan los brazos como en el baile tribal de Matrix Reloaded. Vamos, el llamado efecto subidón.

A pesar del ritmo, las mezclas bien acompasadas y cada uno de los efectos musicales, me exasperaba la gente de alrededor, con sus codazos, empujones y pisotones. Por no hablar de esa pose estúpida que el alcohol y otras sustancias producen en el niñato medio neoyorquino. Tuve una extraña y repentina fobia a la masa humana. No me ocurre a menudo, pero cuando salta el piloto soy incapaz de pensar en otra cosa y me irrito fácilmente. Quizá en esos ambientes hay que estar más que dis-puesto para celebrarlo. Por eso no terminé la sesión y me volví a casa antes que los demás. Me dio pena, porque este neoyorquino nacido en Harlem, y de nombre Richard Melville Hall (Moby), es un artista; sobre todo si uno lo compara con el gordo barbudo de la primera sesión.

Subía por la tercera avenida en el East Village mascullando que ese tipo de lugares ya no son para uno. Luego me acordé de aquel chaval que iba en la Puch Maxi al Cruce con el resto de ínclitos de la época; o de aquel que iba a casa de Jose en Torrevieja para trasnochar en la KKO. "Y hace ya tanto tiempo de eso", pensé.

Si estás en ese ámbito musical, creo que esto te gustará.

viernes, 14 de mayo de 2010

¿Cómo era aquello que decíamos? Amigos de verdad

Dedicado a Jose y Leles

“Thank you, man!”. Cuando escuché el acento con que Carlos le habló al japonés del Benihaha pensé que sabía mimetizarse como ninguno. Pero olvidé que había estado más de una vez en Estados Unidos, en la América más profunda; y conocía ese acento vaquero de Dallas. Si Carlos no fuera murciano, creo que habría nacido en el medio oeste, llevaría botas de cowboy y conduciría una ranchera gigante para ir a su negocio de promotor de varios equipos de fútbol americano y baloncesto, entre otros espectáculos. Él se dedica a los eventos y la publicidad en Murcia, y un hombre de ese ámbito está hecho de la misma pasta en Memphis, en Los Ángeles o en Torre Pacheco.

Para visitar Nueva York, Marta y Carlos dejaron uno de sus corazones en España. Por eso, durante su estancia tenían una preocupación latente. Son padres. Como Jose, Carlos A. o Javi, se percibe un cambio en su mirada, algo que le deja a uno con el interrogante: ¿Qué diablos estoy haciendo con mi vida?

A Carlos le conozco desde que teníamos unos seis años. Nuestra amistad se juega en una liga distinta; no es de las que se alimenta de jornadas semanales, calendarios o encuentros de trámite. No quiero decir que sea ni mejor ni peor; es distinta. Me pasa con algunos amigos; y aquí puede uno empezar a soltar toda la ristra de tópicos y frases hechas si quiere.

Con este viaje a Nueva York, Carlos y Marta recargaron las pilas, recogieron ideas para sus trabajos y disfrutaron de una segunda luna de miel; a pesar de dormir en un par de colchones en mi sala de estar. Vinieron relajados y no me exigieron nada; contribuyeron con uno de mis muchos vicios cuando aparecieron con un cartón de tabaco bajo el brazo. Todos me traen alcohol o tabaco. Qué perdido me verán.



Disfrutamos de un partidazo con victoria de los Knicks en el Madison Square Garden. Los dos me explicaron cada uno de esos momentos que sólo los americanos saben construir en sus espectáculos deportivos. Cuando la chiquita rubia salió a cantar el himno (©Marta), pensé en lo ingenuos que son los americanos. ¡Cómo se emocionan tanto con estas cosas! Pero luego me dio cierta envidia. A ver si es que soy muy cínico, pensé. Al cabo de una semana, en un paseo por Central Park, un grupo de colegialas se paró frente a la fuente de Bethesda y cantaron a capela el himno de las barras y las estrellas, mientras un tipo las acompañaba con el saxo. En unos segundos se congregaron decenas de personas. "O say, can you see, by the dawn's early light". Y unos minutos más tarde se congregaron decenas de lágrimas. Mi mente volvió al laberinto: burla, cinismo y envidia.

Durante la estancia de Carlos y Marta, Wonyoung me invitó a un concierto en un club underground de Williamsburg. Este barrio de Brooklyn está muy de moda entre artistas y modernos. Carlos y yo lo bautizamos como la zona Mariano Rojas de Nueva York, para quitarle un poco de hierro al asunto. La aventura tuvo su momento tétrico: el local era una nave perdida junto al East River y cruzamos varias calles abandonadas. Yo estaba tranquilo. Pero nos topamos con un tipo desgarbado fumando en la puerta de un garaje, desde donde se oía el llanto de un bebé. Ellos rompieron la diplomacia y me preguntaron que dónde les estaba metiendo. Pero todo se apaciguó cuando atravesamos la puerta de WilliamsBurguer, el único garito abierto en diez manzanas. Dimos buena cuenta de unas alitas de pollo, unas hamburguesas y unas cuantas cervezas. Luego encaramos la entrada del club indie como neoyorquinos de toda la vida.

Al final, Carlos se acostumbró tanto a la rutina local, en parte gracias a su residencia en el Upper East Side, que cuando se cruzaba con turistas le decía a Marta: ¡Ay, estos turistas españoles! Fue bueno tenerles por aquí; y nos acordamos de todos nuestros amigos, de lo bien que lo hubieramos pasado juntos. Bah, probablemente no hubieramos salido de los dos o tres bares de mi barrio. Con amigos, ¡qué más da Nueva York, Londres o Honk Kong!


miércoles, 14 de abril de 2010

J&O, el barbero del diablo


Nunca escribo sin madurar un poco las ideas, pero ahora no tengo pelo que pueda frenar este impulso. Vuelvo del peluquero como si hubiera estado en el rodaje de una secuela de Hostel.

El escenario está cerca de mi casa, en la calle 80 del Upper East Side. Dos hombres me saludan con acento ruso. Uno de ellos se levanta y me indica la silla. El otro mira un televisor incrustado junto a los espejos. Después de explicarle cómo quiero el corte, el compañero sube el volumen de la caja tonta: la suerte está echada. Me atiende un barbero cincuentón, gordo, con chepa y unos dedos morcillones incapaces de agarrar una podadora de cipreses. Su compañero sigue enfrascado con un programa de persecuciones policiales. El viejo me cubre con una capa verde como la de los carniceros. Agarra una de las máquinas de rapar. Yo le comento que me parece bien que la use por la velocidad. Antes de terminar la frase, bbbbrrrrrriiiiiiii. Los cables me rodean el cuello como una constante amenaza de asfixia. El de atrás mira de reojo el esperpento que su colega dibuja en mi cuero cabelludo. Ese potro de suplicios carece de modulador de altura. La estatura del peluquero me obliga a inclinar la cabeza en un ángulo antinatural. Bbbbbbbbbrrrrrriiiiiiiii. Arranca por la izquierda, pasa rápido por detrás, sigue por la derecha. Me gira la cabeza, me pregunta qué tal y sigue rapando. Noto un frío en las sienes. Desde que mi madre me llevaba a Juan, el peluquero de Los Garres, nunca había tenido el cerebro tan a la vista. Su método me deja un mechón de mofeta en la frente. Empiezo a pensar que este hombre no puede usar tijeras por las cinco salchichas de su mano. Pero me equivoco. De reojo, escaso ángulo de visión, pues tengo la barbilla incrustada en el ombligo, localizo unas tijeras grises llenas de pelo. Mío no. Y se pone manos a la obra, con una destreza digna del Eduardo de Burton.

No han pasado ni quince minutos. Me sacude el cuello, coge un secador para quitarme los restos esparcidos por el cuerpo, me cobra y me dice que tenga un buen día. No me atrevo a mirarle a la cara, tampoco a su colega; es la timidez de la víctima ante el verdugo. Le doy la propina sumiso. Y salgo del barbero del diablo con la cabeza agachada.

jueves, 8 de abril de 2010

Manhattan, tierra de supervivencia

-¿Quieres ir al teatro?
Silencio incómodo.
-Actúa Scarlett Johansson.
-Sí.

Fue uno de los planes que hice con Leo durante su visita a mediados de marzo. Su estancia me vino de perlas, porque esa semana la universidad estaba de Spring Break. Leo es un apasionado de Nueva York. Me mostró docenas de rincones interesantes, recorrimos el West, el East Village, Brooklyn Heights y Park Slope. Los dos últimos días de la semana los pasamos con Miguel Ángel, que vino en autobús desde Williamstown, un pueblo perdido en Masachussets.


En el teatro Court se representaba Panorama desde el puente, una obra de Arthur Miller sobre la inmigración a mediados de siglo XX en Nueva York. El drama se localiza en Brooklyn, junto a los muelles bajo el puente. Una pequeña familia acoge a un par de italianos en busca de trabajo. El crítico del New York Times la explica muy bien y le pone buena nota. Las actuaciones eran tan naturales, tan creíbles, que uno entiende un poco mejor el asunto de la catarsis en el teatro griego.

Aquel 17 de marzo Nueva York era verde por el día de San Patricio. El Court Theater está en el centro de Manhattan y tuvimos que sortear los retazos de la caravana de irlandeses. Después de aplaudir, salí corriendo del teatro para evitar la cola y llegar al final del partido Barcelona-Stuttgart. No me resisto: asistí a dos obras de arte consecutivas. Leo esperó con paciencia la salida de los actores y pudo fotografiar a Liev Schreiber y a Jessica Hecht. Scarlett Johansson no destacó, pero esa fue su grandeza, como señala el diario neoyorquino: desprenderse de su aura de celebridad. Y desde las primeras frases, uno deja de prestar atención a sus famosas curvas atrapado por la calidad de la obra.


La inmigración sigue siendo un foco de dolor y polémica: la odisea de los visados o el drama de la deportación, por ejemplo. En la ultima década Estados Unidos acoge una ola de inmigración tan grande como la de 1920. El periódico estima que en 2008 vivieron en el país 12 millones de inmigrantes ilegales; este gráfico sobre el asunto. Muchas de esas familias sufren los problemas que cuenta la obra de Miller: comparten techo, legales e ilegales. En 2008, unos 350.000 de estos últimos fueron deportados. A veces basta un simple porro.

Obama planteó en 2009 la posibilidad de agilizar la legalización, pero el tema quedó en tercer plano por la reforma sanitaria. Este asunto mantiene los mismos tintes partidistas y polémicos que en Europa, aunque aquí nos llevan unas cuantas cabezas de ventaja en tolerancia. La ciudad de Nueva York es un monumento a la inmigración desde Ellis Island hasta el último cuchitril del Bronx. El otro dia estuve con María en el Tenement Museum, en el Lower East Side, por recomendación de Ander. Ahí uno escucha las desventuras de los primeros vecinos inmigrantes de esta gran ciudad entrando en sus casas. El guía contó la historia detallada de las familias Gumpertz (foto) y Baldizzi en la calle Orchard, que vivieron entre 1863 y 1935 en el mismo edificio.


En enero, Minna, una compañera de trabajo finlandesa, me regaló, como agradecimiento por la clase que impartí, The Visitor. La película (2007) muestra el asunto de la deportación desde los ojos de un profesor que vive en Manhattan. Merece la pena verla; ademas, evita el recurso de las frases esculpidas y la lágrima fácil. Es muy oportuna, porque uno en Nueva York puede quedarse con el lado superficial, con el "Manhattan, parque de atracciones", y no con el "Manhattan, tierra de supervivencia".

Y todo por culpa de Scarlett Johansson, una neoyorquina con padre danés y madre de origen polaco.

miércoles, 7 de abril de 2010

"Peace, man"

Con el buen tiempo, coger el metro en Nueva York deprime. La primavera descubre una ciudad muy diferente a la de los últimos tres meses, más allá de la floración y de la luz. La vida en la calle repentinamente recuerda a la de las ciudades mediterráneas. Las plazas resucitan, los bares abren sus patios y las calles son ahora terrazas. Ese placentero discurrir de las cosas y de ocupar el espacio.

Ahora que rompe uno con el metro, que camina sobre él porque no necesita zambullirse en sus alcantarillas repletas de ratas, empieza a extrañarlo. Los momentos de soledad acompañada, los parones para reflexionar, las historias ajenas, los personajes peculiares, el traqueteo, ¡hasta el clásico "Stand clear of the closing doors, please"!

Durante estos meses, uno ha visto de todo en el metro; cosas tristes, como la brusca caída de una señora contra el suelo por el frenazo del tren, pobres borrachos durmiendo sobre un costado, gente amargada, capullos egoistas o maleducados de chaqueta y maletín; y cosas bonitas, como vagabundos divertidos, con todo tipo de mensajes promocionales, a veces apocalípticos, músicos que le sacan a uno del agujero con un par de acordes o una nota alta, gentes de religiones opuestas compartiendo bancada con sus libros sagrados en mano, mujeres bonitas, caballeros, o una pareja durmiendo abrazada.

Pero de todos esos momentos, aquella noche de sábado, regresando de Brooklyn. Tres personajes se sentaron en el banco de enfrente. Uno, sin saber por qué, siente la necesidad de hablarles. Sus apodos extraños, Puffin ella, sus maneras desinhibidas, su pinta, la conversación que mantienen, la forma de despedirse, chocando los nudillos de la mano derecha o cruzando el antebrazo. "Peace, man". Esos momentos de conexión que brinda el metro no los tiene el trajín de la calle. Por lo menos, no con esa fugacidad e intensidad.

martes, 23 de marzo de 2010

La kipá multicolor

Había ido a una conferencia. Visitaba la universidad de Columbia por fin en un día soleado, y me paseé por el campus. Enfrente de la cinematográfica biblioteca central un grupo de estudiantes se manifestaba contra el “apartheid” del pueblo palestino en Israel. Un judío ortodoxo discutía con otros dos estudiantes. Pensé que el señor había ido a protestar contra los del grupo pro Palestino, pero estaba equivocado. Uno de los organizadores, Ahlá*, libanés, me dijo que el judío ortodoxo estaba con ellos y que llevaba varios días ahí, argumentando contra la postura de Israel en Oriente Próximo. Algunos judíos se le acercaban para llamarle de todo menos guapo. Eso contaba el simpático chaval de la organización, que luego trató de involucrarme. “No, ya tengo bastante con lo mío, sólo me interesaba”.


Hice varias fotos, pero esta última me gustó especialmente. El sábado posterior, mientras tomaba unos vinos con unos amigos antes de pasear por Brooklyn, enseñé la foto ilusionado. “Véis, simboliza que el entendimiento es imposible; los dos con la boca abierta, discutiendo, separados por las dos orejas sordas del tipo del medio”. Así iba, emocionado, peleándome con mi inglés, cuando Samira, una amiga francesa, dijo: “Me encantan los colores de la kipá del tipo del medio, es muy cool”. Así acabó mi aventura fotoperiodística.

* No sé cómo se escribe.

miércoles, 3 de marzo de 2010

The Metropolitan Museum of Murcia


Hago mío este texto de Miguel Ángel, amigo de otro amigo mío, Leopoldo, titulado Murcia Times:
Cada vez que viajo y tengo que explicar dónde está Murcia siempre me encuentro con el mismo problema. Aquí en Massachusetts, donde tienen dificultades para ubicar África y Europa, no os quiero ni contar lo difícil que es tener que explicar de dónde viene uno, así que acabo diciendo que Murcia es un lugar pequeñito en el sureste de España, a medio camino entre Sevilla y Barcelona. Y cuando me preguntan “¿y qué hay allí?”, para abreviar siempre respondo lo mismo: buen clima y buena gente.

Este domingo, mientras trabajaba en la biblioteca del Clark Art Institute, un colega americano se me acercó y me dijo, en perfecto acento de Philadelphia, que lo había engañado. Cuando lo miré extrañado, me enseñó el New York Times y me señaló un artículo en el que Murcia aparecía como la arcadia del arte y la cultura. Me preguntó si todo aquello era cierto o era tan sólo una exageración para atraer a turistas incautos. Después de leer emocionado el largo texto, y comprobar el despliegue de información, le dije que no sólo era cierto, sino que se habían quedado muy cortos. Culturalmente Murcia es eso y mucho más. Es también el Cendeac, el Lab, el Centro Párraga, la Filmoteca, otras galerías, otros museos...** Me quedé en silencio unos segundos pensando y le espeté: "la verdad es que Murcia es realmente un hervidero cultural". Fue entonces cuando mi colega me dijo que había sido muy mal embajador de mi tierra, y que si él viniera de un sitio así no dudaría en presentarlo con la cabeza bien alta. Y la ciertamente tenía razón. Lo que son las cosas, a veces hay que irse muy lejos para darse cuenta de lo que tiene uno.

Para redimirme, lo que he hecho de momento ha sido robar el periódico de la biblioteca y clavarlo con chinchetas en la habitación de mi casita de madera. Murcia ya tiene nombre y lugar en el mapa. Si me pierdo, la gente ya sabe dónde está mi hogar.

¿Qué queréis que os diga? Tiene mucha razón. Aquí, desde Manhattan, uno también echa de menos su tierra, y a veces uno se achica para explicar dónde está o cómo es. Aparte de lo conocido (buena gente, buen clima y buena gastronomía) tenemos cultura de primer orden, de hecho, nos postulamos como capital europea de la cultura. ¡Ay, los murcianos! Que damos poca guerra, estamos ahí abajo, calladicos, y nos merecemos mucho más respeto y atención.

* La foto del artículo ("El arte echa raíces en el fértil sol de Murcia") en el New York Times es de Miguel Ángel.
** Yo añadiría también el festival SOS4.8, y si nos ponemos en plan región La Mar de Músicas, el Cante de Minas, etc.

domingo, 28 de febrero de 2010

17 Cosas que no debes hacer en Manhattan

Mi querencia por el antiheroísmo es conocida. Hacía mucho que no escribía nada en esa línea, pero el viernes pasado un pirata informático destripó mi cuenta de Twitter, envió cientos de mensajes con publicidad sobre Viagra a todos mis contactos y actualizó mi estatus de Facebook revelando algunas hazañas personales gracias a los efectos de dicho medicamento. Ocho horas expuesto a la burla ajena, las ocho de la madrugada en la costa Este de los Estados Unidos, ¡pero las ocho diurnas y con alevosía de España! Bromas aparte, aquí dejo otras dosis de impotencias en Manhattan. No me gusta usar la segunda persona, dirigirme al lector. Pero hoy me salto la regla para ahorrarte algunas meteduras de pata en Nueva York.

1. Pedir comida desconocida y hacerse el interesante
Variedad gastronómica, riqueza étnica, cocina experimental, mil alternativas para las mil ocasiones en que uno suele comer fuera de casa en Nueva York. No te dejes llevar, no te pares en la receta más exótica. Consulta con tus comensales, pregunta al camarero, no adquieras esa pose de interesante, mano en la barbilla. Humildad. No pienses que tu estómago puede con todo. Aparte de los estragos posteriores, importa el momento del día y el tamaño del plato.

2. Decir “quédese con el cambio” y olvidar qué billete diste
Si optas por encargar comida por teléfono, revisa la cartera. Que no te ocurra como a mí, que pensando en las vueltas, le di 20 dólares a un joven tailandés y le dije “quédese con el cambio”, cuando la comida costaba 8. Y, sobre todo, caerás en la cuenta al cabo de una hora, tras embadurnar de orgullo tu conciencia por la gran sonrisa del chaval.

3. Tratar de negociar con el portero de un club
Si los porteros suelen ser poco razonables en España, y en la China Popular, imaginad los de Nueva York. Da igual que seas un invitado, que disfrutes de una zona reservada con tus amigos vips. De repente, te agarran, te zarandean y tratan de echarte sin explicación alguna. Lo mejor, cállate, y confía que alguien te ayude, como hizo Alfredo en mi caso.

4. “Hablar” en inglés en un bar con la música alta
Las sesiones de conversación y práctica en inglés resérvalas para lugares tranquilos. Por ejemplo, visita esta página en la que se intercambia el idioma de forma gratuita. No te engañes: los bares, los pubs o las discotecas no mejoran ni el acento ni la prounciación. Y puede que tu autoestima con el inglés se derrumbe sólo en la fase de “a qué te dedicas”.

5. Cruzar Manhattan sin saber dónde quedan el este y el oeste
Asegúrate de la dirección que tomas cuando salgas del metro. La famosa rejilla que delinea la Gran Manzana es tan útil como tramposa para el novato, especialmente si estás en el bajo Manhattan, donde las referencias de las grandes avenidas desaparecen. Pregunta dónde queda cada uno, no vaya a ser que lo descubras al cabo de media hora y a un palmo de caer al río Hudson. Para mí no fue tanto, pero más de un bloque (cuadra, manzana) inútil sí recorrí.

6. Entrar al metro sin mirar si es Uptown o Downtown
Sencillo evitarlo, hay carteles que lo indican, pero la costumbre te la puede liar. Si has cruzado el torno, descubres tu error y vuelves a salir, debes esperar diez minutos, porque en muchas estaciones no hay pasarela. Y no se te ocurra...

7. Discutir con la dependiente del metro
Porque te recordará que si la máquina dice que no puedes pasar, debes esperar esos diez minutos. No intentes argumentarle que, como ser humano ("like a human being"), debería comprender el despiste y abrirte la puerta. Coda: en los momentos de enfado, tu inglés mejorará sustancialmente. Aun así, agacha la cabeza y camina hasta la próxima parada, la mejor manera de gastar los diez minutos. Andar en Manhattan es un lujo. Dátelo si puedes.

8. Descuidar el paso tras un día nevado
Como en cualquier ciudad fría, tras un día nevado, los charcos invisibles acechan, camuflados entre asfalto y nieve, a la presa ingenua. Asegúrate de caminar con zapatos impermeables y no trates de adelantar a las viejicas, síguelas, son expertas en sortear esas minas acuáticas.

9. Fumar a la salida de un bar como un neoyorquino cualquiera
Si te paras a la salida de un local para fumarte un cigarro puede ser que algún borracho se te acerque y te hable. Si no lo entiendes, no finjas y sonrías, no sigas la corriente, dilo o pide que repitan. Puede ser que la mentira se alargue y que tus respuestas sean sólo sonrisas estúpidas. Hazme caso, o será el cigarro más incómodo de tu vida.

10. Negro no es sinónimo de baloncesto
Si quieres saber cuántos alumnos tienen un blog en una clase de periodismo y quien levanta la mano es el único afroamericano, no le preguntes si su blog es de baloncesto [ay, aun me duele]. Es uno de los estereotipos más brutos en los que he caído en mi vida. Intenté arreglarlo de inmediato y añadí, a la desesperada: “o de literatura, cine o cualquier otro asunto personal”.

11. Comprar cualquier cosa en tiendas en liquidación
Las grandes avenidas de Manhattan, las zonas más turísticas, están plagadas de tiendas de tecnología, bolsos y otros complementos en liquidación desde los años cuarenta. No caigas en la trampa de los letreros en amarillo fosforescente. En mi caso, sólo necesitaba una webcam, pensé que era una tienda de fiar. El aparato no funcionó. Lo devolví, pero no me dieron el dinero y me obligaron a gastarlo en otra cosa. Elegí un encendedor. Por eso, si quieres tecnología fiable, ve a Radioshack o a JyR.

12. Esperar en la cola del metro tu turno
Ni en la cola del metro ni con el taxi, nunca esperes tu turno educadamente. Aquí se pelea hasta por medio centímetro. Una mañana, hasta el tercer tren, no conseguí subirme al vagón. La profesora Rosaly me miró con mala cara.

13. Confiar en que FedEx traiga el paquete cuando estás en casa
No dejes a FedEx la iniciativa, asegúrate de que te envíen el paquete a una hora en la que estés en casa o pídeles que lo dejen en la oficina más cercana, te ahorrarás varios días de ansiedad. Que te lo traigan cuando estás sería como si en la primera ventanilla de un ayuntamiento cualquiera en España el funcionario de turno dijera: "Todo el papeleo está en orden, no necesita ningún formulario más".

14. Dejar que tu memoria se encargue de la dirección
Nunca confíes en que tu memoria recuerde la dirección a la que te diriges, siempre mezclará los números de las calles, con los de las avenidas y los del metro con los de los portales. Demasiadas cifras bailando en la misma línea.

15. Salir de casa con el tiempo justo
Asegúrate de la dirección, revisa en Google Maps el destino, toma nota y contempla que las líneas de autobús y metro no son regulares, sufren variaciones según el día y la hora. Sal con antelación, a los americanos les sienta como un tiro la impuntualidad.

16. Korea, China y Tailandia no son como Segovia, Soria y Burgos
Aunque son amables, y nunca se enojan, sé prudente y no preguntes veinte veces de qué paises son los asiáticos de tu clase de inglés. No les comentes si hablan el mismo idioma. No busques amistades o enemistados entre ellos. Reconoce que no sabes nada de Asia, vete a casa y estudia un poco, a ver si al día siguiente puedes tener una conversación y desempeñar un digno papel. Imagina a un asiático buscando enemistades de la Segunda Guerra Mundial entre un grupo de europeos. Mejor el silencio que tu palabra inculta.

17. Pier 40 no es la casa de Pier en el 40 de Houston Street
Si quedas con los amigos para jugar al fútbol, asegúrate de la dirección. Hace un par de sábados estuve a punto de recorrer durante media hora Houston Street hasta que, por una repentina luz, pensé que Pier 40 podía ser el nombre de un polideportivo en lugar del edificio de uno de los compañeros.

¿Me ayudas a completar la lista?

sábado, 27 de febrero de 2010

Mañana apocalíptica




La nieve parece que se cuela en la sala de estar, y en el periódico, de las diez noticias más vistas, nueve son o parecen apocalípticas.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Noche en Lower East Side

Una camarera que parecía de Samoa me preguntó por la bebida. Isidro me recomendó Red Stripe, una cerveza jamaicana con una pegatina similar al escudo del Rayo Vallecano. Sasha Pepermik tocaba un piano blanco y cantaba Elephants a dos metros de nuestra mesa. Living Room tiene una acústica asombrosa, solo la cortina de la sala apaga el jaleo del resto del local. El bar está en la calle Ludlow Street, una de las más concurridas en la noche del Lower East Side (“Loisaida”).


Ver Ludlow Street en un mapa más grande

Este barrio de origen judío, luego pobre y ahora de mayoría latina se puso de moda en Manhattan hace una década. Los ‘auténticos’ neoyorquinos, como mi profesora de inglés Rosaly, reniegan de esas tendencias. Ella piensa que el verdadero Nueva York circula entre la Quinta Avenida, Central Park y garitos wasp como el Carnegie. Ese elitismo de barrio se contradice con su tan cacareado espíritu demócrata, repleto de constantes soflamas contra los republicanos, la Fox y Sarah Palin. Reminiscencias del perfil del marxista rococó que tan bien dibujó Tom Wolfe.


La voz de Sasha Pepermik recuerda a Leonor Watling, pero no empalaga tanto. Toca con un batería, un guitarra y un bajo todos los jueves en ese local. Entrada gratuita y Red Stripe a seis dólares, un buen precio para la media de los bares de Manhattan. En Ludlow Street comparte protagonismo con Pianos, Libation, Katz’s (el la escena de Harry, Sally y "lo mismo que ella") y otras miniaturas encantadoras. Faltan noches para investigar.

Cuando terminó el concierto, los amigos de Sasha pasaron una cesta para recoger unos dólares. Luego tomaron los correos electrónicos y ahora me llegan próximos eventos y algunas noticias de la cantante. Durante el concierto estuve con Ana e Isidro, Paula, Rita y Mario. No habíamos cenado nada y nos acercamos a Inoteca, un italiano especializado en quesos y vino, en la misma calle. En uno de esos momentos extraños de Nueva York, apareció con su tropa Karlos Arguiñano. Salió a fumar un cigarro y hablamos con él. Había venido con dos hijos (de los siete) y otros amigos a visitar a Mikel Urmeneta, el creador de Kukuxumusu. Nos contó cómo le iba en España como si fuéramos emigrantes de los ochenta, con lo cual todo era más natural. Es un tipo divertido y simpático. Isidro nos retrató gracias al desparpajo de su amiga Ana.


jueves, 11 de febrero de 2010

¿Qué otras cosas sabes de España? “No sé mucho más allá de la Segunda Guerra Mundial”

En el aula había 21 estudiantes. La profesora que me invitó a la sesión, Minna, finlandesa afincada en Nueva York, empezó la clase de modo habitual. Para aquel día habían leído un par de textos: un capítulo de Encuentros con el Otro de Ryszard Kapuscinski [un libro que también usa mi colega y sin embargo amigo, José Luis] y otro de Edward Said sobre el orientalismo. Me sorprendió la metodología docente y que los alumnos trabajaran los textos previamente para compartir sus impresiones.

Para ese momento, ya había perdido los nervios. Los estudiantes, entre dieciocho y veinte años, parecían serios y aplicados. No había comentarios por lo bajo, tonterías o risas en apartes. Todos atentos a Minna, que les interpelaba y moderaba el debate. Su ventaja: clase mínima. Mis colegas españoles saben que eso en Periodismo es complicado.

Llegó mi turno. Les pedí que excusaran mi pobre nivel de inglés, les animé a interrumpirme cuando fuera necesario. Minna les preguntó qué se les ocurría al oír España. Los más lanzados: fútbol, paella y siesta. Hubo risas.

Después les dije que contestaran por escrito las siguientes preguntas: "Who is the president of Spain? What kind of political system does Spain have? What is the capital? A name of a painter, a writer, a sportsman and a celebrity? Have you been in Spain? Anything else about Spain?". Las respuestas pueden leerse al final, hay algunas muy divertidas. La conclusión es que ellos saben de España lo mismo que los españoles, por ejemplo, de Bielorrusia. Su centralismo es tan fuerte que, en general, siendo universitarios y de Nueva York, tienen un conocimiento del exterior pobre. Como un español, creo yo, que mira a los países ajenos a su órbita por encima del hombro. Mal asunto: de ahí que el texto de Kapu sea muy recomendable, por cierto.

La sesión duró unos tres cuartos de hora. Trató sobre la relación entre los presidentes de Estados Unidos y España durante la última década, desde el prisma de los medios de comunicación españoles. Les hablé del monopolio de la imagen en la construcción del discurso mediático y de la opinión pública. Los ejemplos de las portadas y las fotografías les advertían sobre el peligro de la polarización política, el estereotipo y el prejuicio en el análisis mediático.

Me había llevado una chuleta por si me quedaba en blanco. Pero el problema era el inglés. Me daba la impresión de que me entendían, pero mi acento chirriaba. Me atasqué con algunas palabras, que les consulté con gestos: “ceja”, “desfile”, “valiente”.

Con las fotos me di cuenta que muy pocos sabían quiénes eran Chirac, Sarkozy, Schroeder, Aznar, Zapatero. Les sorprendió mucho que la CIA hubiera usado la foto de Llamazares para el retrato robot de un terrorista. La sesión fue distendida, y se cerró con algunas preguntas.

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Preguntas:

¿Quién es el presidente de España? Zapatero (8); Zapato (1); no sabe (11).
¿Qué tipo de sistema político tiene España? Democracia (8); Monarquía Constitucional (3); Capitalismo (1); República democrática (1); República (3); Socialista (1); Parlamento democrático (2); No lo sabe (2)
¿Cuál es la capital? Madrid (16); Barcelona (2); no sabe (3).
Pintor: Picasso (8); Goya (3); Dalí (2); Frida Khalo (2); Miguel Ángel (1); No lo sabe (5).
Escritor: Cervantes (3); García Marquez (1); Roberto Bolaño (1); Ray Loriga (1); Pablo Neruda (1); Lorca (1); Don Quijote (1); no sabe (12)
Deportista: Raphael Nadal (3); Ricky Rubio (1); Ronaldo (2); Fernando Torres (1); Rodríguez (¿) (1); Ferdinand (1); Pau Gasol (2); Marc Gasol (2); Ronaldhino (1); Messi (1); no sabe (6).
Famosos: Penélope Cruz (3); Javer Bardem (1), Almodóvar (1), no sabe (16).
¿Has estado alguna vez? No (15); Sí (6).
¿Qué otras cosas sabes de España? “No sé mucho más allá de la Segunda Guerra Mundial”, contestó uno; “Sólo sé del ataque terrorista en Madrid”, otro; “Rey Juan Carlos”; “Los encierros”; “Fútbol”; “Vicky Cristina Barcelona”; No sé nada más (10).

miércoles, 10 de febrero de 2010

Bajo la nieve

Día nevado en Nueva York.

martes, 9 de febrero de 2010

"Hi everyone, I'm Miguel"

Hoy a las 2 hora local, mi primera clase en inglés. Miedo.

sábado, 6 de febrero de 2010

¡Carne!


Muchos amigos me escriben estos días y me dicen que quieren vida, que me deje de paseos literarios, gente que camina como cangrejos y demás zarandajas pseduointelectuales. Correos electrónicos cargados de reclamaciones: “Entre tú y yo, ¿qué tal?”. Puedo sentir el codeo en mis riñones y ver el guiño. “Dime, dime”, demandan sin remangarse. Quieren chapotear en el lodo conmigo. Ay, les comprendo.

Marchando una de carne. La trilogía de la carne picada.

J. G. Melon, Prime Burger y Burger Joint, mi pequeño podio de hamburguesas en Manhattan. No tienen nada que ver con cualquiera de las que uno había probado antes. Uno se topa con la lechuga, mientras descubre una rodaja de pepinillo antes de saborear un pedacito de ternera picada recubierta de queso fundido, mientras el ketchup y la mostaza se ocupan de las papilas gustativas más abandonadas del día. Un famoso episodio de la serie Cómo conocí a vuestra madre narra las desventuras de uno de los amigos por recuperar el sabor de aquella hamburguesa que un día le hizo mirar todas las demás con desprecio. A mí me pasará igual.

En Euskadi uno degusta el chuletón, en Valencia la paella de marisco, en Cabo Palos el arroz a banda caldero (gracias, Pablo, por ejemplo, en El Kati) y en Murcia unos michirones. En Manhattan, esta es su especialidad. Un respeto. Sin rubor, sin complejos, adelante con ella. Y si luego uno necesita un par de sesiones de bootcamp, la fiebre de la temporada, adelante.


Ver Nueva York, NY en un mapa más grande

En el corner de mi bloque, J. G. Melon se abarrota todos los fines de semana. Prohibidas las tarjetas, la máquina registradora podría lucirse en un museo de antigüedades de los cuarenta. Menú: Bacon Cheeseburger con patatas fritas y una Budweisser en la barra (propina incluida): 16$. Como siempre, con take away.

“Burger is a Burger is a Burger...Ours is Prime”. Con este lema, Prime Burguer prepara las hamburguesas más populares del centro de Manhattan desde los años cincuenta. Galardonada, contada en el cine y criticada en los periódicos locales, sólo el aspecto de la hamburguesería merece la pena: la barra con taburete fijo al suelo donde los ejecutivos apuran su lunch. A sus espaldas, una galería de asientos con bandeja plegable, como si el cliente fuera un bebé ansioso por su potito. Umm, carne deliciosa, si es roja y sangra, mejor. Ternera de primera.

El hotel Le Parker Meridien del medio Manhattam, un par de calles al sur de Central Park, guarda un secreto. Sólo los neoyorquinos lo conocen. Gaby, abogada y gallega, cinco años en Nueva York, me descubrió Joint Burger, un cuchitril al que se accede por un pasillo oscuro, más allá de la recepción del hotel. Sentados en un taburete de madera, degustamos una hamburguesa completa con una coca cola por unos 10$, propina incluida, antes de ver Invictus.

¿Satisfechos con la carne? Seguro que no tanto como yo.

viernes, 29 de enero de 2010

Tras los pasos de Holden


Marta me muestra los pasos de Holden Caulfield en Nueva York y me anima a tomar alguna foto de esos rincones. Puede ser una buena actividad para este sábado, un homenaje a Salinger. Ya os hablé de mi sobrino Pepe, que ahora vive su particular viaje iniciático (cliché) por las calles de Londres. Me acuerdo mucho de él. Espero que aproveche la gran oportunidad de su vida: mudarse a Londres a los 18 años. Para mantenerse, tiene que trabajar en la residencia en la que vive, mientras aprende inglés y termina el bachillerato a distancia.

Como dijo mi viejo amigo Juan Pablo, El Guardian entre el centeno parece un libro divertidísimo si uno lo lee siendo un chaval. Pero "es una de las historias más tristes y conmovedoras que se han escrito nunca". Mucho que pensar. Un famoso bloguero dice que se ha sobrevalorado la novela de Salinger, que es "literatura adolescente para pijos". Que "le falta la rebeldía, el horror y la maldad real del pataleo. De los beats al punk y el grunge. Le falta la vida de la calle", como si no hubiera mil maneras de vivir. Como si no hubiera infinitos Ulises, odiseas y Penélopes.

sábado, 23 de enero de 2010

viernes, 22 de enero de 2010

Invictus en Nueva York


“Soy el dueño de mi destino. Soy el capitán de mi alma”. Así termina Invictus, un poema de Henley que da nombre a la última película de Clint Eastwood. El jueves pasado la vi en unos cines del Upper West Side, en Broadway. En España creo que se estrena el próximo 29. La última vez que intenté expresar qué pensaba de una película de Eastwood, Gran Torino, me quedé sin palabras. Y sólo pude recomendarla. Pues casi me ocurre lo mismo.

Invictus es otra obra maestra del viejo Clint. No una biografía de Nelson Mandela, como dicen muchas notas de agencias, ni tampoco una historia sobre el apartheid. La película muestra cómo vivieron Nelson Mandela y el capitán de la selección de rugby, François Pienaar, la Copa Mundial de Rugby celebrada en Sudáfrica en 1995. Mandela pensaba que la victoria en el Mundial despertaría el amor de todos los sudafricanos por su país y reconciliaría a negros y blancos. El guión se apoya en un libro del periodista John Carlin, que elabora un reportaje periodístico sobre Nelson Mandela y cuenta, entre otros, ese episodio. Morgan Freeman, actor que lo encarna, la encontró, la leyó y se la envió a Clint Eastwood. Y este, una vez leída, dijo: “¡Dios mío, me encanta esta historia! No la conocía'”. Carlin dice que la película le conmueve cada vez que la ve.

Mandela, héroe posrevolucionario, consiguió borrar el odio de un país que había sufrido el apartheid durante un siglo. Buscó la reconciliación a través del perdón y del ejemplo. Evitó cualquier tipo de revanchismo entre negros y blancos. La película se centra en el punto de vista del capitán de la selección, interpretado por Matt Damon, del entorno del presidente (guardaespaldas, personal de la casa) y, por supuesto, del propio Nelson Mandela. Al final, este elogio de la magnanimidad de Mandela resulta tan conmovedor como útil para descubrir nuevas vías a tantos conflictos contemporáneos. Tácheseme de iluso si se quiere.

La película es fascinante (para ver en el cine). Uno se encoge dentro de cada una de las melé, siente los blocajes, las patadas y sale del cine lleno de moratones emocionales. El sonido de ultratumba de los jugadores con las mandíbulas desencajadas de tanto apretar los dientes. La fidelidad a las imágenes de la televisión es exquisita. El guión redondo. Bah. Id a verla.

Y, ¿qué queda? La envidia de estas narraciones: ¿No habrá ningún director europeo capaz de contar con la misma habilidad la épica del fútbol? Que alguien le hable a Clint Eastwood del Barça de Pep Guardiola, a ver si un día después del café encuentra en su correo un episodio, y exclama: “Dios mío, esa historia me encanta. ¿Quién es este Pep?”. Claro, aquí no habría un simbolismo histórico tan apropiado como en Invictus. Y Clint podría quejarse. Como cuando Matt Damon le pidió repetir un diálogo, y el viejo Harry el Sucio le dijo: "¿Por qué quieres hacer perder tiempo a todo el mundo?".

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Actualización (17 de mayo, 2010): Guardiola puso la película Invictus a sus jugadores durante el viaje a Milán.

miércoles, 13 de enero de 2010

Lo siento, América

La velocidad de la gente en Nueva York contrasta con mis torpes pasos por la ciudad. Ser un novato en Manhattan y disfrutar de una beca para trabajar en la Universidad me convierten en un bicho lento y raro entre saltamontes y libélulas. No tengo que producir como ellos, no tengo que competir como ellos, no tengo que silbar para coger un taxi ni meter el hombro para que no se cierre la puerta del metro. Por eso, “sorry” y “excuse me" son probablemente las palabras que más escucho cada día. Lo siento, América, déjame dar los primeros pasos tranquilamente.



Hye Yeon Nam (vía Daniel Tercero)

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Lo prometido es deuda: el parque de bomberos frente a mi casa.


Más fotos: mi universidad.

viernes, 8 de enero de 2010

Estereotipos y desencantos


Esto lo escribo desde el apartamento. Ayer me instalé, día de Reyes, como un niño con juguete nuevo. Era como si nunca hubiera visto frigorífico, cama o cuarto de baño. “¡Eh, ¿dónde vives?!”. “En la tercera con la segunda, al este de Manhattan, a unos minutos de la milla de los museos, donde Woody Allen”. Casi nada. Pues ahí está la clave de lo que pago por la casa. Y cambio de tema.

El apartamento está a dos manzanas de una estación de metro, que, con transbordo en el Bronx, me deja en la universidad, en Fordham Road. Hoy cogí un autobús que atraviesa el Bronx desde Harlem. Había muchos latinos y negros. A diferencia del metro, la gente hablaba. Y si gritaban era sólo en castellano. De cada cuatro pasajeros, dos tenían algún tipo de cojera. Voy a investigar el origen, pero supongo el crack. En NYC, no todo son puentes de Brooklyn (foto).

Hoy he confirmado varios de los estereotipos de Nueva York: la tienda de comestibles y la lavandería. La despensa lo pedía a gritos. El dueño del piso me había dejado pasta, leche y un par de manzanas bailando en la puerta del frigorífico. La tienda parecía cara, y lo fue. Lo veía venir, pero mi estómago me cegó. La próxima compra la hago en Chinatown (foto), con perdón por los gatos de Mulberry Street. Se comenta.



En el sótano de mi edificio, una antiguedad de ladrillo blanco de seis alturas (en el quinto, un servidor), hay tres lavadoras y cuatro secadoras. Funcionan con monedas: 1,75$ el lavado y otros tantos dólares el secado. En una hora y media ya tenía la ropa limpia, seca y doblada en el armario. En mi calle compiten otras dos lavanderías, ambas manejadas por orientales. En una de ellas he dejado un par de camisas que me urgían para el trabajo: la plancha del apartamento sólo sirve para la ropa de los gatos de Union Square (tercera foto).



Las sirenas de la policía y de los bomberos suenan en barrios lejanos como gatas en celo. Enfrente del edificio queda uno de los pocos parques de bomberos clásicos de Nueva York (ay, la foto). El alcalde, Michael Blomberg, los está cerrando para eliminar ruidos de las zonas residenciales. El de esta calle no entró en el plan, pero los vecinos de la zona están recogiendo firmas para que los quiten. Eso me contó Gianni, el dueño del piso. Me dijo que los vecinos del edificio son gente stuck up, arrogantes, que andan como oliendo orines. Me lo contaba en un buen castellano mientras paseábamos por el vecindario. “Aun así, los bomberos, por deferencia, no suelen enchufar la sirena hasta las grandes avenidas”, señaló.

Gianni, italiano, ronda los cuarenta. Bebe mate y vive desde hace quince años en Nueva York. Pero está desencantado con la ciudad. “Es como un gran parque de atracciones con turistas ansiosos”. Él se pasa gran parte del año viajando, especialmente por Sudamérica. Costa Rica, el último país. Si por la biblioteca pudiera decirse algo de una persona, para mí es un gran tipo. Buen gusto en la literatura (McCarthy, Borges, Màrai, Pynchon, Werfel, Pirandello, Cervantes), una balda completa de libros sobre el guión (Syd Field, Rodríguez, Edward Burns) y decenas de curiosidades (un Che Guevara, diccionarios de español, árabe, italiano o un libro de astrología dialogando con uno sobre iMac, pegado a otro sobre Hizbullah). Estudió derecho en Italia, ha trabajado de ayudante (su título es nulo aquí) en despachos de abogados americanos y ahora está, como él dice, “jubilado”. Qué crack. Claro, conmigo hace negocio.

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Más fotos.

martes, 5 de enero de 2010

Un sueño cumplido y una manzana congelada


Se supone que he cumplido un sueño. Son las 17:40, escribo desde la habitación 45 de la decimoquinta planta del Hotel Doubletree en la avenida Lexington. Y aquí empieza una aventura que durará ocho meses: invierno, primavera y verano en Nueva York. Y así salda uno la cuenta del gran Alberto Nahum, con su ópera prima en la red, antes del bombazo que ahora celebra su primer aniversario. Esta historia arranca en el aeropuerto JFK y continúa en un taxi conducido por un chino. Me cobró 51 dólares, tarifa plana para todos los taxistas desde el aeropuerto. Le pagué 60. Carmen, una madrileña que me encontré en el vuelo desde Dublin, me recomendó calcular el 20% del total para las propinas. Aunque me quedé corto con el chino, me dijo algo común por aquí: Take care, man. Dentro del hotel me duché, dejé las maletas y miré ilusionado por la ventana de la planta quince, pero nada, las tripas grises del edificio. Me tumbé y procuré dormir: no había pillado una cama en 36 horas. Pero el ruido de la policía de Manhattan me levantó a los cinco minutos.

Por aquí, sobre todo, uno se cruza con latinos, negros y asiáticos. Quiero decir, apenas hay blancos, salvo en la zona centro de la isla de Manhattan, desde Lexington Avenue [pronúnciese abenú que da gustirrinín] en la 51 hasta la plaza Columbus al suroeste de Central Park. Mucha gente con dinero y buena ropa, en contraste con mis pantalones de Zara y mi abrigo Quechua del Decathlon. Bah, ahí mi pequeña huelga ante el consumismo poco navideño. Ya tendré ofertas y rebajas para ponerme pronto al New York Style. Después de asomarme a Times Square, comí una sabrosa hamburguesa y paseé Broadway arriba, hasta la 66, junto a Columbus Square. Después recorrí el sur de Central Park hasta el edificio Plaza, ese típico lugar con porteros muy elegantes y entrada señorial. Luego me paseé por la tienda de Apple para contestar un par de correos electrónicos. Después, casi a las ocho, volví al hotel. Fue divertido cuando un tipo se me acercó y me dijo: Excuse me, are you from New York!? Y era el primer día.

El domingo, legendario. Me levanté a las nueve, desayuné en un Starbucks y me fui directo en metro, línea 6, al Greenwich Village, barrio clásico, sesentero total. Me bajé en Bleecker Street, calle cantanda por Bob Dylan y Simon and Garfunkel. Este barrio, junto al Soho, Little Italy y China Town, es lo más recomendable para saborear el ambiente universitario, para comprar prendas baratas y probar comida variada. He visto ropa y precios que harían desmayarse a una cabra.

Luego me fui a Washington Square y bajé al sur por Sullivan Street. Y de golpe (eso pasa mucho por aquí: toparse con esquinas o rincones especiales) me encontré frente al mítico local de jazz The Blue Note. Como tenía hambre, lo ignoré y fui directo a Trattoria Spaguetto. Allí degusté un plato de pasta (penne alla rabiatta), una coca cola y un espresso. Pagué 20 dólares (14,5 + propina). Luego volví al Blue Note. En la puerta, me fumé un cigarro que había comprado en una tienducha del Soho (tabaco caro, 10$). Agarrar el cigarro es una tortura. ¡Hace un frío espantoso! Dios mío, qué puñetero frío. Alfileres clavados en la cara, martillos aplastando los dedos, Myke Tyson golpeándome la nariz... Nada comparable con el frío de Manhattan. Cuando uno se abre a una gran avenida las ráfagas le golpean: como si el final de la calle terminara junto a un iglú y un esquimal pescando en el hielo. ¡Menos 6 grados!

En la puerta del Blue Note, después de mirar por la ventana y en los carteles, una fumadora me preguntó si podía ayudarme. Le dije que cuánto costaba la entrada, y me contestó que mesa pagando y barra sin tarifa extra. "Es decir, ¿una cerveza en la barra puedo tomar mientras escucho a la que toca el saxo?". "Sí", dijo. "Gracias". "You're welcome", contestó.

Y allí que me metí para hacer tiempo antes de la ir a la catedral de St. Patricks. El rector de la Iglesia celebraba Misa en español (el cartel anunciaba tres todos los domingos). Mucho hispanohablante. La iglesia de estilo gótico se encuentra alzada entre mastodontes de hierro y grandes alturas en la Quinta Avenida. De hecho, justo enfrente, se levanta el Rockefeller Center, el mítico edificio de los treinta donde está la pista de patinaje sobre hielo y se rueda la serie 30 Rock, con Tina Fey y Alec Baldwin. Hoy he subido a lo mas alto de la torre, y desde allí he visto la isla. Pero no a King Kong.

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Pie de foto: Aquí la gente necesita mucho consejo de psicólogo. Espero hacer amigos pronto. Más fotos.