miércoles, 14 de abril de 2010

J&O, el barbero del diablo


Nunca escribo sin madurar un poco las ideas, pero ahora no tengo pelo que pueda frenar este impulso. Vuelvo del peluquero como si hubiera estado en el rodaje de una secuela de Hostel.

El escenario está cerca de mi casa, en la calle 80 del Upper East Side. Dos hombres me saludan con acento ruso. Uno de ellos se levanta y me indica la silla. El otro mira un televisor incrustado junto a los espejos. Después de explicarle cómo quiero el corte, el compañero sube el volumen de la caja tonta: la suerte está echada. Me atiende un barbero cincuentón, gordo, con chepa y unos dedos morcillones incapaces de agarrar una podadora de cipreses. Su compañero sigue enfrascado con un programa de persecuciones policiales. El viejo me cubre con una capa verde como la de los carniceros. Agarra una de las máquinas de rapar. Yo le comento que me parece bien que la use por la velocidad. Antes de terminar la frase, bbbbrrrrrriiiiiiii. Los cables me rodean el cuello como una constante amenaza de asfixia. El de atrás mira de reojo el esperpento que su colega dibuja en mi cuero cabelludo. Ese potro de suplicios carece de modulador de altura. La estatura del peluquero me obliga a inclinar la cabeza en un ángulo antinatural. Bbbbbbbbbrrrrrriiiiiiiii. Arranca por la izquierda, pasa rápido por detrás, sigue por la derecha. Me gira la cabeza, me pregunta qué tal y sigue rapando. Noto un frío en las sienes. Desde que mi madre me llevaba a Juan, el peluquero de Los Garres, nunca había tenido el cerebro tan a la vista. Su método me deja un mechón de mofeta en la frente. Empiezo a pensar que este hombre no puede usar tijeras por las cinco salchichas de su mano. Pero me equivoco. De reojo, escaso ángulo de visión, pues tengo la barbilla incrustada en el ombligo, localizo unas tijeras grises llenas de pelo. Mío no. Y se pone manos a la obra, con una destreza digna del Eduardo de Burton.

No han pasado ni quince minutos. Me sacude el cuello, coge un secador para quitarme los restos esparcidos por el cuerpo, me cobra y me dice que tenga un buen día. No me atrevo a mirarle a la cara, tampoco a su colega; es la timidez de la víctima ante el verdugo. Le doy la propina sumiso. Y salgo del barbero del diablo con la cabeza agachada.

jueves, 8 de abril de 2010

Manhattan, tierra de supervivencia

-¿Quieres ir al teatro?
Silencio incómodo.
-Actúa Scarlett Johansson.
-Sí.

Fue uno de los planes que hice con Leo durante su visita a mediados de marzo. Su estancia me vino de perlas, porque esa semana la universidad estaba de Spring Break. Leo es un apasionado de Nueva York. Me mostró docenas de rincones interesantes, recorrimos el West, el East Village, Brooklyn Heights y Park Slope. Los dos últimos días de la semana los pasamos con Miguel Ángel, que vino en autobús desde Williamstown, un pueblo perdido en Masachussets.


En el teatro Court se representaba Panorama desde el puente, una obra de Arthur Miller sobre la inmigración a mediados de siglo XX en Nueva York. El drama se localiza en Brooklyn, junto a los muelles bajo el puente. Una pequeña familia acoge a un par de italianos en busca de trabajo. El crítico del New York Times la explica muy bien y le pone buena nota. Las actuaciones eran tan naturales, tan creíbles, que uno entiende un poco mejor el asunto de la catarsis en el teatro griego.

Aquel 17 de marzo Nueva York era verde por el día de San Patricio. El Court Theater está en el centro de Manhattan y tuvimos que sortear los retazos de la caravana de irlandeses. Después de aplaudir, salí corriendo del teatro para evitar la cola y llegar al final del partido Barcelona-Stuttgart. No me resisto: asistí a dos obras de arte consecutivas. Leo esperó con paciencia la salida de los actores y pudo fotografiar a Liev Schreiber y a Jessica Hecht. Scarlett Johansson no destacó, pero esa fue su grandeza, como señala el diario neoyorquino: desprenderse de su aura de celebridad. Y desde las primeras frases, uno deja de prestar atención a sus famosas curvas atrapado por la calidad de la obra.


La inmigración sigue siendo un foco de dolor y polémica: la odisea de los visados o el drama de la deportación, por ejemplo. En la ultima década Estados Unidos acoge una ola de inmigración tan grande como la de 1920. El periódico estima que en 2008 vivieron en el país 12 millones de inmigrantes ilegales; este gráfico sobre el asunto. Muchas de esas familias sufren los problemas que cuenta la obra de Miller: comparten techo, legales e ilegales. En 2008, unos 350.000 de estos últimos fueron deportados. A veces basta un simple porro.

Obama planteó en 2009 la posibilidad de agilizar la legalización, pero el tema quedó en tercer plano por la reforma sanitaria. Este asunto mantiene los mismos tintes partidistas y polémicos que en Europa, aunque aquí nos llevan unas cuantas cabezas de ventaja en tolerancia. La ciudad de Nueva York es un monumento a la inmigración desde Ellis Island hasta el último cuchitril del Bronx. El otro dia estuve con María en el Tenement Museum, en el Lower East Side, por recomendación de Ander. Ahí uno escucha las desventuras de los primeros vecinos inmigrantes de esta gran ciudad entrando en sus casas. El guía contó la historia detallada de las familias Gumpertz (foto) y Baldizzi en la calle Orchard, que vivieron entre 1863 y 1935 en el mismo edificio.


En enero, Minna, una compañera de trabajo finlandesa, me regaló, como agradecimiento por la clase que impartí, The Visitor. La película (2007) muestra el asunto de la deportación desde los ojos de un profesor que vive en Manhattan. Merece la pena verla; ademas, evita el recurso de las frases esculpidas y la lágrima fácil. Es muy oportuna, porque uno en Nueva York puede quedarse con el lado superficial, con el "Manhattan, parque de atracciones", y no con el "Manhattan, tierra de supervivencia".

Y todo por culpa de Scarlett Johansson, una neoyorquina con padre danés y madre de origen polaco.

miércoles, 7 de abril de 2010

"Peace, man"

Con el buen tiempo, coger el metro en Nueva York deprime. La primavera descubre una ciudad muy diferente a la de los últimos tres meses, más allá de la floración y de la luz. La vida en la calle repentinamente recuerda a la de las ciudades mediterráneas. Las plazas resucitan, los bares abren sus patios y las calles son ahora terrazas. Ese placentero discurrir de las cosas y de ocupar el espacio.

Ahora que rompe uno con el metro, que camina sobre él porque no necesita zambullirse en sus alcantarillas repletas de ratas, empieza a extrañarlo. Los momentos de soledad acompañada, los parones para reflexionar, las historias ajenas, los personajes peculiares, el traqueteo, ¡hasta el clásico "Stand clear of the closing doors, please"!

Durante estos meses, uno ha visto de todo en el metro; cosas tristes, como la brusca caída de una señora contra el suelo por el frenazo del tren, pobres borrachos durmiendo sobre un costado, gente amargada, capullos egoistas o maleducados de chaqueta y maletín; y cosas bonitas, como vagabundos divertidos, con todo tipo de mensajes promocionales, a veces apocalípticos, músicos que le sacan a uno del agujero con un par de acordes o una nota alta, gentes de religiones opuestas compartiendo bancada con sus libros sagrados en mano, mujeres bonitas, caballeros, o una pareja durmiendo abrazada.

Pero de todos esos momentos, aquella noche de sábado, regresando de Brooklyn. Tres personajes se sentaron en el banco de enfrente. Uno, sin saber por qué, siente la necesidad de hablarles. Sus apodos extraños, Puffin ella, sus maneras desinhibidas, su pinta, la conversación que mantienen, la forma de despedirse, chocando los nudillos de la mano derecha o cruzando el antebrazo. "Peace, man". Esos momentos de conexión que brinda el metro no los tiene el trajín de la calle. Por lo menos, no con esa fugacidad e intensidad.