viernes, 29 de enero de 2010

Tras los pasos de Holden


Marta me muestra los pasos de Holden Caulfield en Nueva York y me anima a tomar alguna foto de esos rincones. Puede ser una buena actividad para este sábado, un homenaje a Salinger. Ya os hablé de mi sobrino Pepe, que ahora vive su particular viaje iniciático (cliché) por las calles de Londres. Me acuerdo mucho de él. Espero que aproveche la gran oportunidad de su vida: mudarse a Londres a los 18 años. Para mantenerse, tiene que trabajar en la residencia en la que vive, mientras aprende inglés y termina el bachillerato a distancia.

Como dijo mi viejo amigo Juan Pablo, El Guardian entre el centeno parece un libro divertidísimo si uno lo lee siendo un chaval. Pero "es una de las historias más tristes y conmovedoras que se han escrito nunca". Mucho que pensar. Un famoso bloguero dice que se ha sobrevalorado la novela de Salinger, que es "literatura adolescente para pijos". Que "le falta la rebeldía, el horror y la maldad real del pataleo. De los beats al punk y el grunge. Le falta la vida de la calle", como si no hubiera mil maneras de vivir. Como si no hubiera infinitos Ulises, odiseas y Penélopes.

sábado, 23 de enero de 2010

viernes, 22 de enero de 2010

Invictus en Nueva York


“Soy el dueño de mi destino. Soy el capitán de mi alma”. Así termina Invictus, un poema de Henley que da nombre a la última película de Clint Eastwood. El jueves pasado la vi en unos cines del Upper West Side, en Broadway. En España creo que se estrena el próximo 29. La última vez que intenté expresar qué pensaba de una película de Eastwood, Gran Torino, me quedé sin palabras. Y sólo pude recomendarla. Pues casi me ocurre lo mismo.

Invictus es otra obra maestra del viejo Clint. No una biografía de Nelson Mandela, como dicen muchas notas de agencias, ni tampoco una historia sobre el apartheid. La película muestra cómo vivieron Nelson Mandela y el capitán de la selección de rugby, François Pienaar, la Copa Mundial de Rugby celebrada en Sudáfrica en 1995. Mandela pensaba que la victoria en el Mundial despertaría el amor de todos los sudafricanos por su país y reconciliaría a negros y blancos. El guión se apoya en un libro del periodista John Carlin, que elabora un reportaje periodístico sobre Nelson Mandela y cuenta, entre otros, ese episodio. Morgan Freeman, actor que lo encarna, la encontró, la leyó y se la envió a Clint Eastwood. Y este, una vez leída, dijo: “¡Dios mío, me encanta esta historia! No la conocía'”. Carlin dice que la película le conmueve cada vez que la ve.

Mandela, héroe posrevolucionario, consiguió borrar el odio de un país que había sufrido el apartheid durante un siglo. Buscó la reconciliación a través del perdón y del ejemplo. Evitó cualquier tipo de revanchismo entre negros y blancos. La película se centra en el punto de vista del capitán de la selección, interpretado por Matt Damon, del entorno del presidente (guardaespaldas, personal de la casa) y, por supuesto, del propio Nelson Mandela. Al final, este elogio de la magnanimidad de Mandela resulta tan conmovedor como útil para descubrir nuevas vías a tantos conflictos contemporáneos. Tácheseme de iluso si se quiere.

La película es fascinante (para ver en el cine). Uno se encoge dentro de cada una de las melé, siente los blocajes, las patadas y sale del cine lleno de moratones emocionales. El sonido de ultratumba de los jugadores con las mandíbulas desencajadas de tanto apretar los dientes. La fidelidad a las imágenes de la televisión es exquisita. El guión redondo. Bah. Id a verla.

Y, ¿qué queda? La envidia de estas narraciones: ¿No habrá ningún director europeo capaz de contar con la misma habilidad la épica del fútbol? Que alguien le hable a Clint Eastwood del Barça de Pep Guardiola, a ver si un día después del café encuentra en su correo un episodio, y exclama: “Dios mío, esa historia me encanta. ¿Quién es este Pep?”. Claro, aquí no habría un simbolismo histórico tan apropiado como en Invictus. Y Clint podría quejarse. Como cuando Matt Damon le pidió repetir un diálogo, y el viejo Harry el Sucio le dijo: "¿Por qué quieres hacer perder tiempo a todo el mundo?".

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Actualización (17 de mayo, 2010): Guardiola puso la película Invictus a sus jugadores durante el viaje a Milán.

miércoles, 13 de enero de 2010

Lo siento, América

La velocidad de la gente en Nueva York contrasta con mis torpes pasos por la ciudad. Ser un novato en Manhattan y disfrutar de una beca para trabajar en la Universidad me convierten en un bicho lento y raro entre saltamontes y libélulas. No tengo que producir como ellos, no tengo que competir como ellos, no tengo que silbar para coger un taxi ni meter el hombro para que no se cierre la puerta del metro. Por eso, “sorry” y “excuse me" son probablemente las palabras que más escucho cada día. Lo siento, América, déjame dar los primeros pasos tranquilamente.



Hye Yeon Nam (vía Daniel Tercero)

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Lo prometido es deuda: el parque de bomberos frente a mi casa.


Más fotos: mi universidad.

viernes, 8 de enero de 2010

Estereotipos y desencantos


Esto lo escribo desde el apartamento. Ayer me instalé, día de Reyes, como un niño con juguete nuevo. Era como si nunca hubiera visto frigorífico, cama o cuarto de baño. “¡Eh, ¿dónde vives?!”. “En la tercera con la segunda, al este de Manhattan, a unos minutos de la milla de los museos, donde Woody Allen”. Casi nada. Pues ahí está la clave de lo que pago por la casa. Y cambio de tema.

El apartamento está a dos manzanas de una estación de metro, que, con transbordo en el Bronx, me deja en la universidad, en Fordham Road. Hoy cogí un autobús que atraviesa el Bronx desde Harlem. Había muchos latinos y negros. A diferencia del metro, la gente hablaba. Y si gritaban era sólo en castellano. De cada cuatro pasajeros, dos tenían algún tipo de cojera. Voy a investigar el origen, pero supongo el crack. En NYC, no todo son puentes de Brooklyn (foto).

Hoy he confirmado varios de los estereotipos de Nueva York: la tienda de comestibles y la lavandería. La despensa lo pedía a gritos. El dueño del piso me había dejado pasta, leche y un par de manzanas bailando en la puerta del frigorífico. La tienda parecía cara, y lo fue. Lo veía venir, pero mi estómago me cegó. La próxima compra la hago en Chinatown (foto), con perdón por los gatos de Mulberry Street. Se comenta.



En el sótano de mi edificio, una antiguedad de ladrillo blanco de seis alturas (en el quinto, un servidor), hay tres lavadoras y cuatro secadoras. Funcionan con monedas: 1,75$ el lavado y otros tantos dólares el secado. En una hora y media ya tenía la ropa limpia, seca y doblada en el armario. En mi calle compiten otras dos lavanderías, ambas manejadas por orientales. En una de ellas he dejado un par de camisas que me urgían para el trabajo: la plancha del apartamento sólo sirve para la ropa de los gatos de Union Square (tercera foto).



Las sirenas de la policía y de los bomberos suenan en barrios lejanos como gatas en celo. Enfrente del edificio queda uno de los pocos parques de bomberos clásicos de Nueva York (ay, la foto). El alcalde, Michael Blomberg, los está cerrando para eliminar ruidos de las zonas residenciales. El de esta calle no entró en el plan, pero los vecinos de la zona están recogiendo firmas para que los quiten. Eso me contó Gianni, el dueño del piso. Me dijo que los vecinos del edificio son gente stuck up, arrogantes, que andan como oliendo orines. Me lo contaba en un buen castellano mientras paseábamos por el vecindario. “Aun así, los bomberos, por deferencia, no suelen enchufar la sirena hasta las grandes avenidas”, señaló.

Gianni, italiano, ronda los cuarenta. Bebe mate y vive desde hace quince años en Nueva York. Pero está desencantado con la ciudad. “Es como un gran parque de atracciones con turistas ansiosos”. Él se pasa gran parte del año viajando, especialmente por Sudamérica. Costa Rica, el último país. Si por la biblioteca pudiera decirse algo de una persona, para mí es un gran tipo. Buen gusto en la literatura (McCarthy, Borges, Màrai, Pynchon, Werfel, Pirandello, Cervantes), una balda completa de libros sobre el guión (Syd Field, Rodríguez, Edward Burns) y decenas de curiosidades (un Che Guevara, diccionarios de español, árabe, italiano o un libro de astrología dialogando con uno sobre iMac, pegado a otro sobre Hizbullah). Estudió derecho en Italia, ha trabajado de ayudante (su título es nulo aquí) en despachos de abogados americanos y ahora está, como él dice, “jubilado”. Qué crack. Claro, conmigo hace negocio.

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Más fotos.

martes, 5 de enero de 2010

Un sueño cumplido y una manzana congelada


Se supone que he cumplido un sueño. Son las 17:40, escribo desde la habitación 45 de la decimoquinta planta del Hotel Doubletree en la avenida Lexington. Y aquí empieza una aventura que durará ocho meses: invierno, primavera y verano en Nueva York. Y así salda uno la cuenta del gran Alberto Nahum, con su ópera prima en la red, antes del bombazo que ahora celebra su primer aniversario. Esta historia arranca en el aeropuerto JFK y continúa en un taxi conducido por un chino. Me cobró 51 dólares, tarifa plana para todos los taxistas desde el aeropuerto. Le pagué 60. Carmen, una madrileña que me encontré en el vuelo desde Dublin, me recomendó calcular el 20% del total para las propinas. Aunque me quedé corto con el chino, me dijo algo común por aquí: Take care, man. Dentro del hotel me duché, dejé las maletas y miré ilusionado por la ventana de la planta quince, pero nada, las tripas grises del edificio. Me tumbé y procuré dormir: no había pillado una cama en 36 horas. Pero el ruido de la policía de Manhattan me levantó a los cinco minutos.

Por aquí, sobre todo, uno se cruza con latinos, negros y asiáticos. Quiero decir, apenas hay blancos, salvo en la zona centro de la isla de Manhattan, desde Lexington Avenue [pronúnciese abenú que da gustirrinín] en la 51 hasta la plaza Columbus al suroeste de Central Park. Mucha gente con dinero y buena ropa, en contraste con mis pantalones de Zara y mi abrigo Quechua del Decathlon. Bah, ahí mi pequeña huelga ante el consumismo poco navideño. Ya tendré ofertas y rebajas para ponerme pronto al New York Style. Después de asomarme a Times Square, comí una sabrosa hamburguesa y paseé Broadway arriba, hasta la 66, junto a Columbus Square. Después recorrí el sur de Central Park hasta el edificio Plaza, ese típico lugar con porteros muy elegantes y entrada señorial. Luego me paseé por la tienda de Apple para contestar un par de correos electrónicos. Después, casi a las ocho, volví al hotel. Fue divertido cuando un tipo se me acercó y me dijo: Excuse me, are you from New York!? Y era el primer día.

El domingo, legendario. Me levanté a las nueve, desayuné en un Starbucks y me fui directo en metro, línea 6, al Greenwich Village, barrio clásico, sesentero total. Me bajé en Bleecker Street, calle cantanda por Bob Dylan y Simon and Garfunkel. Este barrio, junto al Soho, Little Italy y China Town, es lo más recomendable para saborear el ambiente universitario, para comprar prendas baratas y probar comida variada. He visto ropa y precios que harían desmayarse a una cabra.

Luego me fui a Washington Square y bajé al sur por Sullivan Street. Y de golpe (eso pasa mucho por aquí: toparse con esquinas o rincones especiales) me encontré frente al mítico local de jazz The Blue Note. Como tenía hambre, lo ignoré y fui directo a Trattoria Spaguetto. Allí degusté un plato de pasta (penne alla rabiatta), una coca cola y un espresso. Pagué 20 dólares (14,5 + propina). Luego volví al Blue Note. En la puerta, me fumé un cigarro que había comprado en una tienducha del Soho (tabaco caro, 10$). Agarrar el cigarro es una tortura. ¡Hace un frío espantoso! Dios mío, qué puñetero frío. Alfileres clavados en la cara, martillos aplastando los dedos, Myke Tyson golpeándome la nariz... Nada comparable con el frío de Manhattan. Cuando uno se abre a una gran avenida las ráfagas le golpean: como si el final de la calle terminara junto a un iglú y un esquimal pescando en el hielo. ¡Menos 6 grados!

En la puerta del Blue Note, después de mirar por la ventana y en los carteles, una fumadora me preguntó si podía ayudarme. Le dije que cuánto costaba la entrada, y me contestó que mesa pagando y barra sin tarifa extra. "Es decir, ¿una cerveza en la barra puedo tomar mientras escucho a la que toca el saxo?". "Sí", dijo. "Gracias". "You're welcome", contestó.

Y allí que me metí para hacer tiempo antes de la ir a la catedral de St. Patricks. El rector de la Iglesia celebraba Misa en español (el cartel anunciaba tres todos los domingos). Mucho hispanohablante. La iglesia de estilo gótico se encuentra alzada entre mastodontes de hierro y grandes alturas en la Quinta Avenida. De hecho, justo enfrente, se levanta el Rockefeller Center, el mítico edificio de los treinta donde está la pista de patinaje sobre hielo y se rueda la serie 30 Rock, con Tina Fey y Alec Baldwin. Hoy he subido a lo mas alto de la torre, y desde allí he visto la isla. Pero no a King Kong.

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Pie de foto: Aquí la gente necesita mucho consejo de psicólogo. Espero hacer amigos pronto. Más fotos.