lunes, 21 de junio de 2010

Aprender, divertirse y amar el periodismo

Sentado en el sofá de mi apartamento en Manhattan, pero muy cerquita de todos los estudiantes de la I Promoción de Periodismo de la Universidad Miguel Hernández. Así pasé el sábado por la mañana, conectado a Radio UMH, riéndome y emocionándome con los discursos, los aplausos y el ambiente de un acto que suele ser puro trámite, pero no este año. Esta primera quinta ya ha pasado a la historia de la Universidad, se les recordará con un cariño especial, porque son únicos e irrepetibles, como señaló el rector. Que eso compense al menos los imprevistos y desajustes que han sufrido por estrenar una jovencísima licenciatura, como dijo su padrino de honor, José Luis. Por cierto, agasajado con un acierto total, en su línea baloncestística. También fue de Matrícula de Honor el elegante y divertido discurso de Gema y Miguel Ángel.

Cuando llegué a la Universidad Miguel Hernández acababa de estrenar este blog. Mi primer año en Elche fue pacífico y relajado, aunque no tanto como este curso neoyorquino. Como mi asignatura no arrancaba hasta Tercero, me centré en la investigación, en publicar un libro a partir de mi tesis y en otras tareas menos estresantes que la docencia. A estos más de cien graduados les conocí en 2007, el primer año de mi materia. Emocionado con ofrecerles un taller periodístico, más que una asignatura teórica, les sobrecargué de prácticas para que, al menos, se ‘mataran’ a escribir. Y me consta que sufrieron. Yo también. Gracias a ellos aprendí muchas cosas. Pero, sobre todo, dos: a) no exijas nada que no hayas explicado, demostrado y probado por ti mismo; b) si uno no se divierte dando la clase, los estudiantes menos aun.

Rosa María Calaf fue nombrada Doctora Honoris Causa durante la graduación. Me encantó que en su discurso emparentara las dos profesiones de mi vida: la docencia y el periodismo. En las dos se trata de contar historias, y eso es cosa seria. La Calaf es, entre muchas otras cosas, una periodista apasionada por su trabajo. Los estudiantes la eligieron Madrina de Honor. Bien está: ella es un ejemplo de amor a la profesión y de aprendizaje incansable.

Los profesores de la carrera también se merecen la felicitación. Pero hay uno que encarna el esfuerzo de todos, uno que jugó este partido desde el minuto uno, cuando sólo había burocracias y obstáculos; uno que ha sufrido como ninguno por que esta Titulación de Periodismo tuviera eso, Periodismo. Ha peleado en batallas frías y oscuras, de esas que no se airean en la barra del bar. Ha tenido que sortear politiqueos y mezquindades. Ha dejado tiempo personal en tareas ajenas. En definitiva, ha velado sin esperar aplauso o recompensa por que esta carrera saliera adelante y fuera lo que es hoy. Gracias, José Alberto. Y perdóname por esto.

Los estudiantes han terminado su travesía por el palmeral de Elche. Ahora viene lo mejor de sus carreras. A pesar de las dificultades, las profecías funestas y los nubarrones en la industria, hay mucha vida en el periodismo, aunque no sea en los viejos soportes. Esperemos que dentro de unos años esta quinta vuelva a las aulas a contar sus experiencias, sus éxitos, también sus fracasos, y las verdaderas lecciones de la vida. Enhorabuena a todos. Y recordad: una universidad es buena, sobre todo, si sus alumnos son buenos. Yo, personalmente, creo ahora que estoy en la mejor de todas.

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Para despedirse de su etapa universitaria en Elche, los estudiantes idearon, organizaron, grabaron y montaron ellos solitos un Libdub. Enhorabuena por el excelente trabajo.



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Discursos subidos a la web por el padrino de honor de la promoción, José Luis:


jueves, 3 de junio de 2010

En la carretera: Atlantic City

Rápida y suave como la tela del tapete, pero tan mortal como una cobra. Me noqueó en dos movimientos secos. Miraba con la vista cansada, hablaba con lengua viperina y manejaba las cartas con habilidad serpentina. Era una crupier de Black Jack en el Trump Marina de Atlantic City. Y liquidó el bote de gasolina y peajes de cuatro ingenuos que vivían su primera experiencia en un casino.

Atlantic City, a pesar de las películas y las series neoyorquinas, deprime como una lasaña congelada. Goza de cierta belleza natural, como, por ejemplo, La Manga del Mar Menor, pero la frecuenta el público de Benidorm. En los casinos merodean viejunos, cuarentones ludópatas y grupos de chinos con algoritmos en lugar de ojos. Los crupieres son aun más tristes que el público general. Ninguno sonríe. Tienen la mirada apagada, la cara pocha y los hombros caídos. En los casinos se permite fumar, y hasta ese cultivado vicio me parecía feo y maloliente entre los dedos de los jugadores.

Después de perder la virginidad en la veintiuna americana, me acerqué con los amigos a la ruleta, otro clásico cinéfilo. Aposté cinco dólares al rojo. La bolita rodó silenciosa. El crupier pasó el brazo por encima del tapete: “No more bets!”. Y salió rojo.

Pero luego lo perdí. ¿Os suena la película, no?

Más allá del ruido de las tragaperras, el casino tiene una banda sonora parecida a ese tramo psicodélico de A Day in a Life de los Beatles (minuto dos). Sí, la parte más desagradable. Mis amigos decían que había un mensaje subliminal: “¡Apuesta, apuesta, apuesta!”. Ante las circunstancias y el temor a otro palo, abandonamos Atlantic City al cabo de 20 minutos. Creo que hemos sido los turistas más precoces del lugar. Visto y no visto. Desplumados y a casita.

"Que disfruten del viaje", se despidió la crupier.