martes, 18 de mayo de 2010

Moby y la muchachada en el Webster Hall


Simon dijo que si entrábamos por el sótano no pagábamos ni un dólar. "¿Vais a la sesión de Moby?", preguntó el portero. "No, a otra sala, a escuchar música", contestó Samira. Nos ahorramos una cola de veinte metros. Luego, subimos hasta el hall del Webster y allí esperamos la entrada triunfal de Moby, al que yo aun reprochaba su dueto con Amaral.

No era mi sitio el Webster. Mucha "juventud no adulta", del tipo que tan bien retrata Eresfea con esta protocrónica de una conversación universitaria en el autobús. Pero pensé que merecía la pena escuchar a alguien valioso, según los entendidos, y que sabe mezclar música electrónica. Y así fue. Cuando el pinchadiscos que le precedía -un barbudo de pelo largo y con una mesa de mezclas por barriga- colgó los auriculares, se despertó la euforia de la muchachada. Moby, delgado, calvo e inquieto se aproximó al escenario. A su lado había una docena de fotógrafos, y detrás de él, un grupo de invitados de honor, todos bailando de una forma patética, eso sí, muy vip.

No entiendo de este tipo de música, ni de la habilidad que requiere el dj. Pero reconozco que el hombre sabía concitar la emoción de los chavales, aunque abusaba del recurso in crescendo, dos segundos de silencio más explosión final apoteósica donde todos brincan y levantan los brazos como en el baile tribal de Matrix Reloaded. Vamos, el llamado efecto subidón.

A pesar del ritmo, las mezclas bien acompasadas y cada uno de los efectos musicales, me exasperaba la gente de alrededor, con sus codazos, empujones y pisotones. Por no hablar de esa pose estúpida que el alcohol y otras sustancias producen en el niñato medio neoyorquino. Tuve una extraña y repentina fobia a la masa humana. No me ocurre a menudo, pero cuando salta el piloto soy incapaz de pensar en otra cosa y me irrito fácilmente. Quizá en esos ambientes hay que estar más que dis-puesto para celebrarlo. Por eso no terminé la sesión y me volví a casa antes que los demás. Me dio pena, porque este neoyorquino nacido en Harlem, y de nombre Richard Melville Hall (Moby), es un artista; sobre todo si uno lo compara con el gordo barbudo de la primera sesión.

Subía por la tercera avenida en el East Village mascullando que ese tipo de lugares ya no son para uno. Luego me acordé de aquel chaval que iba en la Puch Maxi al Cruce con el resto de ínclitos de la época; o de aquel que iba a casa de Jose en Torrevieja para trasnochar en la KKO. "Y hace ya tanto tiempo de eso", pensé.

Si estás en ese ámbito musical, creo que esto te gustará.

viernes, 14 de mayo de 2010

¿Cómo era aquello que decíamos? Amigos de verdad

Dedicado a Jose y Leles

“Thank you, man!”. Cuando escuché el acento con que Carlos le habló al japonés del Benihaha pensé que sabía mimetizarse como ninguno. Pero olvidé que había estado más de una vez en Estados Unidos, en la América más profunda; y conocía ese acento vaquero de Dallas. Si Carlos no fuera murciano, creo que habría nacido en el medio oeste, llevaría botas de cowboy y conduciría una ranchera gigante para ir a su negocio de promotor de varios equipos de fútbol americano y baloncesto, entre otros espectáculos. Él se dedica a los eventos y la publicidad en Murcia, y un hombre de ese ámbito está hecho de la misma pasta en Memphis, en Los Ángeles o en Torre Pacheco.

Para visitar Nueva York, Marta y Carlos dejaron uno de sus corazones en España. Por eso, durante su estancia tenían una preocupación latente. Son padres. Como Jose, Carlos A. o Javi, se percibe un cambio en su mirada, algo que le deja a uno con el interrogante: ¿Qué diablos estoy haciendo con mi vida?

A Carlos le conozco desde que teníamos unos seis años. Nuestra amistad se juega en una liga distinta; no es de las que se alimenta de jornadas semanales, calendarios o encuentros de trámite. No quiero decir que sea ni mejor ni peor; es distinta. Me pasa con algunos amigos; y aquí puede uno empezar a soltar toda la ristra de tópicos y frases hechas si quiere.

Con este viaje a Nueva York, Carlos y Marta recargaron las pilas, recogieron ideas para sus trabajos y disfrutaron de una segunda luna de miel; a pesar de dormir en un par de colchones en mi sala de estar. Vinieron relajados y no me exigieron nada; contribuyeron con uno de mis muchos vicios cuando aparecieron con un cartón de tabaco bajo el brazo. Todos me traen alcohol o tabaco. Qué perdido me verán.



Disfrutamos de un partidazo con victoria de los Knicks en el Madison Square Garden. Los dos me explicaron cada uno de esos momentos que sólo los americanos saben construir en sus espectáculos deportivos. Cuando la chiquita rubia salió a cantar el himno (©Marta), pensé en lo ingenuos que son los americanos. ¡Cómo se emocionan tanto con estas cosas! Pero luego me dio cierta envidia. A ver si es que soy muy cínico, pensé. Al cabo de una semana, en un paseo por Central Park, un grupo de colegialas se paró frente a la fuente de Bethesda y cantaron a capela el himno de las barras y las estrellas, mientras un tipo las acompañaba con el saxo. En unos segundos se congregaron decenas de personas. "O say, can you see, by the dawn's early light". Y unos minutos más tarde se congregaron decenas de lágrimas. Mi mente volvió al laberinto: burla, cinismo y envidia.

Durante la estancia de Carlos y Marta, Wonyoung me invitó a un concierto en un club underground de Williamsburg. Este barrio de Brooklyn está muy de moda entre artistas y modernos. Carlos y yo lo bautizamos como la zona Mariano Rojas de Nueva York, para quitarle un poco de hierro al asunto. La aventura tuvo su momento tétrico: el local era una nave perdida junto al East River y cruzamos varias calles abandonadas. Yo estaba tranquilo. Pero nos topamos con un tipo desgarbado fumando en la puerta de un garaje, desde donde se oía el llanto de un bebé. Ellos rompieron la diplomacia y me preguntaron que dónde les estaba metiendo. Pero todo se apaciguó cuando atravesamos la puerta de WilliamsBurguer, el único garito abierto en diez manzanas. Dimos buena cuenta de unas alitas de pollo, unas hamburguesas y unas cuantas cervezas. Luego encaramos la entrada del club indie como neoyorquinos de toda la vida.

Al final, Carlos se acostumbró tanto a la rutina local, en parte gracias a su residencia en el Upper East Side, que cuando se cruzaba con turistas le decía a Marta: ¡Ay, estos turistas españoles! Fue bueno tenerles por aquí; y nos acordamos de todos nuestros amigos, de lo bien que lo hubieramos pasado juntos. Bah, probablemente no hubieramos salido de los dos o tres bares de mi barrio. Con amigos, ¡qué más da Nueva York, Londres o Honk Kong!