Primera escena.
Eres un tipo cualquiera. Caminas a las siete de la mañana por una calle de Brooklyn y te asustas cuando una ranchera para a tu lado. El conductor baja la ventanilla y te dice: “¡Eh, usted, perdone! ¿Puede mirar en los bajos de mi carro? Parece que llevo algo enganchado y no sé qué demonios puede ser”. Entonces te agachas y descubres, horrorizado, debajo del coche un cuerpo hecho un ovillo en el esqueleto de hierro.
Segunda escena.
Son casi las seis de la madrugada, acabas de levantarte y vas al trabajo. Conduces tu Ford S.U.V por una calle de Queens, miras el semáforo en verde y avanzas. Sin tiempo de reacción posible, un hombre se cruza y te lo llevas por delante. Unos metros más allá, detienes el coche, vuelves al lugar del impacto y no hay nadie. Llamas a la policía y le cuentas lo sucedido.
Tercera escena.
Conduces directo al trabajo en tu ranchera roja. Llevas una media hora mosqueado con el coche: se mueve a trancas y barrancas. Durante el trayecto te paras en un par de ocasiones, echas un vistazo debajo y no ves nada raro. A los treinta kilómetros decides preguntarle a un tipo cualquiera que, por favor, mire en los bajos de tu ranchera.
Cuarta escena.
El comisario de Nueva York, Raymond W. Kelly, no se explica el fenómeno. Joe Palmieri, un viejo de 71 años, se pregunta: “¿Cómo no puede uno darse cuenta de que atropella a un hombre, lo arrastra y lo engancha con los bajos de su coche?”. Ahora mismo Manuel G. Lituma no quiere hablar, eso dice su compañero de piso. Yo tampoco querría.
Eres un tipo cualquiera. Caminas a las siete de la mañana por una calle de Brooklyn y te asustas cuando una ranchera para a tu lado. El conductor baja la ventanilla y te dice: “¡Eh, usted, perdone! ¿Puede mirar en los bajos de mi carro? Parece que llevo algo enganchado y no sé qué demonios puede ser”. Entonces te agachas y descubres, horrorizado, debajo del coche un cuerpo hecho un ovillo en el esqueleto de hierro.
Segunda escena.
Son casi las seis de la madrugada, acabas de levantarte y vas al trabajo. Conduces tu Ford S.U.V por una calle de Queens, miras el semáforo en verde y avanzas. Sin tiempo de reacción posible, un hombre se cruza y te lo llevas por delante. Unos metros más allá, detienes el coche, vuelves al lugar del impacto y no hay nadie. Llamas a la policía y le cuentas lo sucedido.
Tercera escena.
Conduces directo al trabajo en tu ranchera roja. Llevas una media hora mosqueado con el coche: se mueve a trancas y barrancas. Durante el trayecto te paras en un par de ocasiones, echas un vistazo debajo y no ves nada raro. A los treinta kilómetros decides preguntarle a un tipo cualquiera que, por favor, mire en los bajos de tu ranchera.
Cuarta escena.
El comisario de Nueva York, Raymond W. Kelly, no se explica el fenómeno. Joe Palmieri, un viejo de 71 años, se pregunta: “¿Cómo no puede uno darse cuenta de que atropella a un hombre, lo arrastra y lo engancha con los bajos de su coche?”. Ahora mismo Manuel G. Lituma no quiere hablar, eso dice su compañero de piso. Yo tampoco querría.
3 comentarios:
Jué... Creo que yo no lo querría como compañero de habitación... :S
Puesssssssss.... Miguelón. Llegamos a los 31. Con lo que fuimos, ¿eh?
Y seremos, digo yo.
Fuerte abrazo y muchas felicidades!!
Nos leemos. Con mucho gusto.
Gracias, J.!! Ojo: y lo que nos queda por ser. Sobre todo eso. Lo que nos queda.
Un abrazo y gracias por estar ahí!
Nos leemos, claro.
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