miércoles, 16 de noviembre de 2011

Imitar a William Munny


Dan ganas de imitar al viejo William Munny. Entrar en el bar del pueblo, pisar fuerte y levantar la mirada hacia uno de esos desgraciados. "¿Quién es el dueño de esta pocilga?". La gente perpleja estiraría el cuello para fijarse en la escopeta de acero negro como una grieta hacia el infierno. Solo se oiría la puerta batiente a la espalda y el galopar del corazón en la garganta. Entonces, quizá el más gallito del local, trataría de enfrentarse acudiendo a no sé qué derechos, leyendas o mentiras. Habría que tenerlos bien puestos para plantarse ante él y clavarle una mirada como de canis lupus lupus, uno de esos gigantones que recorren casi cincuenta kilómetros por un conejo escuálido en la estepa rusa. Después apretaría el gatillo, se atascaría y todos se lanzarían como una manada de hienas cobardes para tomar ventaja. Pero su miedo les haría torpes. 

El pistolero llevaría su mano al revólver para cargárselos, uno a uno: al que se ríe de la viejecita que tropieza en la calle; al que aparca su coche de papá en segunda fila como si fuera Dios en el séptimo día; al que pita solamente un segundo más tarde de encenderse la luz verde del semáforo; al estudiante que no calla tras veinte avisos del profesor; al presentador de la televisión que vende carnaza como calidad; al político que habla descubriendo el mundo en cada acento, tono o énfasis. Y a muchos otros más. "Deberían habérselo pensado bien antes de decorar este antro con el cadáver de mi amigo", diría. 

Y saldría a la tormenta en la oscuridad, solitario, sin mirar atrás.

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