Los lugares de veraneo son de naturaleza melancólica. Sobre todo si uno vuelve doce años después, cuando la treintena es una realidad inexcusable. Es un momento de certezas... A pesar de ellas al doblar la esquina uno cree que se encontrará con aquel amigo dispuesto a ir al pantano, con aquella banda con la que hacía cabañas en el monte o con aquel grupo de científicos que diseccionaba sapos después de haberlos torturado. Uno lo cree y sabe que no lo tendrá. Ni eso ni el nocturno besoatrevimientoverdad en el césped, ni el mismo sabor a helado de limón ni la misma mirada en aquella niña.
¡Y si es cursi pensarlo, imaginad escribirlo!
Por eso el verano siempre es dulcemente triste. Más aun cuando uno comprueba que ha cambiado y se odia al escucharse diciendo lugares comunes, imprecisiones o vaguedades. Es el momento en que la vida se ajusta a la vida, como dice Belén. Ya no hay arañazos ni apretujones, solamente la certeza de que ese es el tamaño propio y no hay que cincelar nada más de forma brusca.
Siempre nos queda la resistencia, ¿verdad, Ernesto? La resistencia y la esperanza, que es la hermana pequeña de la melancolía. Pero como los abstractos no siempre ayudan, hay personas que te lo ponen más fácil. Personas, como decía María, que son como muros de contención, o personas que te recuerdan sin saberlo las cosas buenas que tiene la vida. María Rosa, que con sólo estar despierta el ingenio y afina las conversaciones. Ana que acompaña las noches y las tardes en la piscina con su alegría y su dulce atención. Su trabajo con niños le ha dado una paciencia de nadadora de mil leguas. ¡A pesar de sus cortes de manga!
El regreso al verano de la infancia también da sorpresas. Aquel niño, Jorge, que con su juego abría una distancia infranqueable es ahora un amigo más fuerte, más listo y más gracioso que uno (fácil), y además sabe bailar a lo Bollywood. O Ana, una nueva amiga que parece que haya estado siempre ahí, y redescubre en uno aquello que había escondido en el sótano y pensaba que nadie valoraría.
PD: En la foto de Ana, un niño budista, al salir del templo de Dag Shang Kagyu en Graus.
5 comentarios:
Miguel, sigues siendo un chavalote.
siempre nos quedará la resistencia... y la rEVOLUCIÓN! Me ha encantado, si es que somos elegidos; ;)
No me parece cursi. Más bien, real y nostálgico. Y aparte de todo, fenomenalmente bien escrito -para no variar-.
Cuando menos te lo esperes, volverás a ser niño y te verás en una nueva primavera en la que todas las semillas que pensabas que ya no saldrían, florecen de un modo majestuoso. ¡Tienes toda la vida por delante!
Para mí, por desgracia, todos los veranos acaban siendo septiembre...
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