miércoles, 16 de noviembre de 2011

Imitar a William Munny


Dan ganas de imitar al viejo William Munny. Entrar en el bar del pueblo, pisar fuerte y levantar la mirada hacia uno de esos desgraciados. "¿Quién es el dueño de esta pocilga?". La gente perpleja estiraría el cuello para fijarse en la escopeta de acero negro como una grieta hacia el infierno. Solo se oiría la puerta batiente a la espalda y el galopar del corazón en la garganta. Entonces, quizá el más gallito del local, trataría de enfrentarse acudiendo a no sé qué derechos, leyendas o mentiras. Habría que tenerlos bien puestos para plantarse ante él y clavarle una mirada como de canis lupus lupus, uno de esos gigantones que recorren casi cincuenta kilómetros por un conejo escuálido en la estepa rusa. Después apretaría el gatillo, se atascaría y todos se lanzarían como una manada de hienas cobardes para tomar ventaja. Pero su miedo les haría torpes. 

El pistolero llevaría su mano al revólver para cargárselos, uno a uno: al que se ríe de la viejecita que tropieza en la calle; al que aparca su coche de papá en segunda fila como si fuera Dios en el séptimo día; al que pita solamente un segundo más tarde de encenderse la luz verde del semáforo; al estudiante que no calla tras veinte avisos del profesor; al presentador de la televisión que vende carnaza como calidad; al político que habla descubriendo el mundo en cada acento, tono o énfasis. Y a muchos otros más. "Deberían habérselo pensado bien antes de decorar este antro con el cadáver de mi amigo", diría. 

Y saldría a la tormenta en la oscuridad, solitario, sin mirar atrás.

lunes, 18 de julio de 2011

Midnight in Paris

La última de Woody Allen merece la pena. Recupera esa brillante y sencilla forma de contar de Annie Hall, Manhattan o La rosa púrpura de El Cairo. El tema de la película es clásico y romántico: la nostalgia por un tiempo mejor. Este tema se acomoda sin estridencias en el escenario: París. La ciudad es la excusa para el tema, o quizá al contrario: ese es el mejor tema para hacer una película en este París decadente actual. Si Vicky, Cristina, Barcelona fracasa como película e historia sobre una ciudad, en este caso Allen triunfa.

El asunto no es original, ni los recursos narrativos. Pero este tipo lo hace con tanta gracia, que el cliché literario (la historia dentro de la historia; la fantasía como evasión de una realidad fría y aburrida; la vocación literaria; la vida bohemia del escritor) le funciona como si fuera nuevo. A ello le ayuda un desenvuelto Owen Wilson, alter ego de Allen, y la preciosa Marion Cotillar. Para no fastidiar las graciosas sorpresas de la película, no mencionaré los personajes que desfilan por la trama, a quienes se debe parte del éxito de esta Midnight in Paris. En fin, una película divertida, fácil (que es lo más difícil de hacer) que le deja a uno con una sonrisa y un poco de ilusión en estos tiempos de primas de riesgo y sin vergüenzas por doquier.

---Actualización, 19/06---
Aquí dicen que es la película de Woody Allen más taquillera en Estados Unidos. Buceando un poco más, encuentro la crítica de ese mismo periódico, con la que me alegra coincidir. Pero, antes, hay que ver la película.

viernes, 8 de julio de 2011

Bartleby (II)

'Ya nunca llamas', me dijo uno. 'Quédate un poco más', me dijo otro. Unos me invitaron a sus casas, otros no quisieron compartir mesa conmigo. Fui a los toros, visité a los indignados de Murcia. Hacienda me devolvió dinero, yo se lo di al banco. Entré en la Iglesia, bajé al sótano de un garito mexicano. Se me pasó el arroz de una paella, pero lo clavé en otras tres. Me tocaron el coche nuevo, pero me había comprado un seguro a todo riesgo dos días antes. Se casó mi hermano pequeño y me hicieron padrino de una sobrina. No gané ninguna apuesta en Atlantic City, pero, afortunado yo, una persona me esperaba en Alicante. El Barcelona perdió una copa monárquica y ganó tres jugando colectivo. El Real Murcia volvió a Segunda. Me fui de viaje, volví a casa.

Di clases en una universidad del Bronx, pero en mi asignatura de Elche sólo asistió el 35%. Viví en el Upper East Side, en La Flota y en La Albufereta. Invité a comer, me pagaron cervezas. Perdí pelo, gané kilos. Voté en las elecciones de mi ciudad, de mi universidad y de mi departamento, pero nunca me resultó tan indiferente. ¡España ganó un Mundial! Me saqué el carnet de la librería pública de Nueva York y de un videoclub de Alicante. Probé comida china, vietnamita, etíope, india, koreana, japonesa, mexicana, aunque sólo esta me produjo el mal de Moctezuma. Me hipotequé... Sí, me hipotequé. 

Dos amigos se casaron, tres tuvieron hijos, uno perdió a su novia y dos se fueron al paro, y todos son distintos. Jugué al fútbol y marqué goles. Perdí dos lápices de memoria digital, compré un ordenador y una cámara de fotos. Caminé por Getaria, Ainsa, Olite, Roda de Isábena, Madrid, Cracovia, Wroclaw, Alquézar, Altea, Villa Joyosa, recorrí Williamsburg, Tribeca, Queens y Guanajuato. Me bajé música sin pagar, compré algunos libros. Se me encararon algunos alumnos, otros me escribieron agradecidos. Metí la pata, pedí perdón. Insulté a los demás conductores, hablé sólo, me asusté en la oscuridad. Imaginé muchos textos para el blog, pero me censuré otros tantos.

Soñé aventuras y mentí cuando dije no recordarlas.  

jueves, 7 de julio de 2011

Bartleby

Un Bartleby. Un año entero sin escribir en el blog, se dice pronto. Desde el 7 de julio de 2010 hasta el 7 de julio de 2011. Desde Austin (Texas) hasta Elche (Alicante). Han pasado muchas cosas. Se acabó la aventura neoyorquina, me compré una casa, renové el coche, perdí amigos, gané otros. Recibí lecciones, di pocas.

miércoles, 7 de julio de 2010

En la carretera: Austin (Texas)

Arbustos, la autopista a cincuenta metros, un parking casi vacío, un edificio largo y bajo, la moqueta gris, el olor rancio del pasillo, la recepción en penumbra, nadie en el mostrador. Todo encajaba en el concepto de motel de carretera. Hasta que toqué la campanilla. ¡Ding! Esmeralda, la recepcionista mexicana, apareció sonriendo con un montón de sábanas bajo el brazo.

Mi llegada a la tierra de los Bush había ido francamente mal. El control del aeropuerto, el taxista, que parecía el hermano gamberro de B. B. King, y finalmente, la situación del hotel. Esmeralda me contó que al reservarlo por Internet lo habría confundido con el de la misma cadena en el centro de la ciudad. Era tarde, decidí pasar la noche allí.



Sentado en la cama recreé esa escena de No es país para viejos. Perdí unos segundos con la película hasta que me entró hambre. A esas horas, según la mexicana, mi única opción se encontraba a quince minutos en un centro comercial. Me tendió diez dólares para comprarle unos tacos. Pero, tras ver el camino junto a la autopista bajo la noche cerrada, decidí calmar el hambre durmiendo. Al día siguiente cambié de hotel.

La capital del estado de Texas es un pequeño reducto progresista en la zona: un progresismo del sur de los Estados Unidos, claro. Goza de una gran riqueza étnica y cultural por su cercanía con Mexico y sus ciudadanos se enorgullecen de su talento musical. Esa segunda noche lo comprobé en Elephant Room, un local de jazz enterrado en un sótano. Allí descubrí la rica cerveza Fireman’s 4, tan famosa como la Batalla de El Álamo, mientras escuchaba a Beto and the Fairlanes. Uno de los trompetistas, al poco de arrancar, lanzó una bolsa llena de tapones a la rubia de la primera fila. El jazz fusionado de Beto era como el ambiente de Austin: sureño, latino y multicultural.

El congreso trató sobre periodismo en Internet y me ayudó a ponerme al día desde la perspectiva de Estados Unidos. Me llevé unos cuantos contactos para futuros proyectos. Entre ellos, conocí a uno de los editores del New York Times, al que luego visité en la redacción de Manhattan. De los más de cien participantes, sólo estábamos tres españoles. Compartí conversación con viejos conocidos y disfrutamos del buen tiempo de Austin. Recorrí la ciudad, me asomé al Capitolio de Texas y cerré el congreso con un grupete en The Hole in the Wall, otra pieza de museo entre los bares americanos.

lunes, 21 de junio de 2010

Aprender, divertirse y amar el periodismo

Sentado en el sofá de mi apartamento en Manhattan, pero muy cerquita de todos los estudiantes de la I Promoción de Periodismo de la Universidad Miguel Hernández. Así pasé el sábado por la mañana, conectado a Radio UMH, riéndome y emocionándome con los discursos, los aplausos y el ambiente de un acto que suele ser puro trámite, pero no este año. Esta primera quinta ya ha pasado a la historia de la Universidad, se les recordará con un cariño especial, porque son únicos e irrepetibles, como señaló el rector. Que eso compense al menos los imprevistos y desajustes que han sufrido por estrenar una jovencísima licenciatura, como dijo su padrino de honor, José Luis. Por cierto, agasajado con un acierto total, en su línea baloncestística. También fue de Matrícula de Honor el elegante y divertido discurso de Gema y Miguel Ángel.

Cuando llegué a la Universidad Miguel Hernández acababa de estrenar este blog. Mi primer año en Elche fue pacífico y relajado, aunque no tanto como este curso neoyorquino. Como mi asignatura no arrancaba hasta Tercero, me centré en la investigación, en publicar un libro a partir de mi tesis y en otras tareas menos estresantes que la docencia. A estos más de cien graduados les conocí en 2007, el primer año de mi materia. Emocionado con ofrecerles un taller periodístico, más que una asignatura teórica, les sobrecargué de prácticas para que, al menos, se ‘mataran’ a escribir. Y me consta que sufrieron. Yo también. Gracias a ellos aprendí muchas cosas. Pero, sobre todo, dos: a) no exijas nada que no hayas explicado, demostrado y probado por ti mismo; b) si uno no se divierte dando la clase, los estudiantes menos aun.

Rosa María Calaf fue nombrada Doctora Honoris Causa durante la graduación. Me encantó que en su discurso emparentara las dos profesiones de mi vida: la docencia y el periodismo. En las dos se trata de contar historias, y eso es cosa seria. La Calaf es, entre muchas otras cosas, una periodista apasionada por su trabajo. Los estudiantes la eligieron Madrina de Honor. Bien está: ella es un ejemplo de amor a la profesión y de aprendizaje incansable.

Los profesores de la carrera también se merecen la felicitación. Pero hay uno que encarna el esfuerzo de todos, uno que jugó este partido desde el minuto uno, cuando sólo había burocracias y obstáculos; uno que ha sufrido como ninguno por que esta Titulación de Periodismo tuviera eso, Periodismo. Ha peleado en batallas frías y oscuras, de esas que no se airean en la barra del bar. Ha tenido que sortear politiqueos y mezquindades. Ha dejado tiempo personal en tareas ajenas. En definitiva, ha velado sin esperar aplauso o recompensa por que esta carrera saliera adelante y fuera lo que es hoy. Gracias, José Alberto. Y perdóname por esto.

Los estudiantes han terminado su travesía por el palmeral de Elche. Ahora viene lo mejor de sus carreras. A pesar de las dificultades, las profecías funestas y los nubarrones en la industria, hay mucha vida en el periodismo, aunque no sea en los viejos soportes. Esperemos que dentro de unos años esta quinta vuelva a las aulas a contar sus experiencias, sus éxitos, también sus fracasos, y las verdaderas lecciones de la vida. Enhorabuena a todos. Y recordad: una universidad es buena, sobre todo, si sus alumnos son buenos. Yo, personalmente, creo ahora que estoy en la mejor de todas.

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Para despedirse de su etapa universitaria en Elche, los estudiantes idearon, organizaron, grabaron y montaron ellos solitos un Libdub. Enhorabuena por el excelente trabajo.



---- Actualización ----
Discursos subidos a la web por el padrino de honor de la promoción, José Luis:


jueves, 3 de junio de 2010

En la carretera: Atlantic City

Rápida y suave como la tela del tapete, pero tan mortal como una cobra. Me noqueó en dos movimientos secos. Miraba con la vista cansada, hablaba con lengua viperina y manejaba las cartas con habilidad serpentina. Era una crupier de Black Jack en el Trump Marina de Atlantic City. Y liquidó el bote de gasolina y peajes de cuatro ingenuos que vivían su primera experiencia en un casino.

Atlantic City, a pesar de las películas y las series neoyorquinas, deprime como una lasaña congelada. Goza de cierta belleza natural, como, por ejemplo, La Manga del Mar Menor, pero la frecuenta el público de Benidorm. En los casinos merodean viejunos, cuarentones ludópatas y grupos de chinos con algoritmos en lugar de ojos. Los crupieres son aun más tristes que el público general. Ninguno sonríe. Tienen la mirada apagada, la cara pocha y los hombros caídos. En los casinos se permite fumar, y hasta ese cultivado vicio me parecía feo y maloliente entre los dedos de los jugadores.

Después de perder la virginidad en la veintiuna americana, me acerqué con los amigos a la ruleta, otro clásico cinéfilo. Aposté cinco dólares al rojo. La bolita rodó silenciosa. El crupier pasó el brazo por encima del tapete: “No more bets!”. Y salió rojo.

Pero luego lo perdí. ¿Os suena la película, no?

Más allá del ruido de las tragaperras, el casino tiene una banda sonora parecida a ese tramo psicodélico de A Day in a Life de los Beatles (minuto dos). Sí, la parte más desagradable. Mis amigos decían que había un mensaje subliminal: “¡Apuesta, apuesta, apuesta!”. Ante las circunstancias y el temor a otro palo, abandonamos Atlantic City al cabo de 20 minutos. Creo que hemos sido los turistas más precoces del lugar. Visto y no visto. Desplumados y a casita.

"Que disfruten del viaje", se despidió la crupier.

martes, 18 de mayo de 2010

Moby y la muchachada en el Webster Hall


Simon dijo que si entrábamos por el sótano no pagábamos ni un dólar. "¿Vais a la sesión de Moby?", preguntó el portero. "No, a otra sala, a escuchar música", contestó Samira. Nos ahorramos una cola de veinte metros. Luego, subimos hasta el hall del Webster y allí esperamos la entrada triunfal de Moby, al que yo aun reprochaba su dueto con Amaral.

No era mi sitio el Webster. Mucha "juventud no adulta", del tipo que tan bien retrata Eresfea con esta protocrónica de una conversación universitaria en el autobús. Pero pensé que merecía la pena escuchar a alguien valioso, según los entendidos, y que sabe mezclar música electrónica. Y así fue. Cuando el pinchadiscos que le precedía -un barbudo de pelo largo y con una mesa de mezclas por barriga- colgó los auriculares, se despertó la euforia de la muchachada. Moby, delgado, calvo e inquieto se aproximó al escenario. A su lado había una docena de fotógrafos, y detrás de él, un grupo de invitados de honor, todos bailando de una forma patética, eso sí, muy vip.

No entiendo de este tipo de música, ni de la habilidad que requiere el dj. Pero reconozco que el hombre sabía concitar la emoción de los chavales, aunque abusaba del recurso in crescendo, dos segundos de silencio más explosión final apoteósica donde todos brincan y levantan los brazos como en el baile tribal de Matrix Reloaded. Vamos, el llamado efecto subidón.

A pesar del ritmo, las mezclas bien acompasadas y cada uno de los efectos musicales, me exasperaba la gente de alrededor, con sus codazos, empujones y pisotones. Por no hablar de esa pose estúpida que el alcohol y otras sustancias producen en el niñato medio neoyorquino. Tuve una extraña y repentina fobia a la masa humana. No me ocurre a menudo, pero cuando salta el piloto soy incapaz de pensar en otra cosa y me irrito fácilmente. Quizá en esos ambientes hay que estar más que dis-puesto para celebrarlo. Por eso no terminé la sesión y me volví a casa antes que los demás. Me dio pena, porque este neoyorquino nacido en Harlem, y de nombre Richard Melville Hall (Moby), es un artista; sobre todo si uno lo compara con el gordo barbudo de la primera sesión.

Subía por la tercera avenida en el East Village mascullando que ese tipo de lugares ya no son para uno. Luego me acordé de aquel chaval que iba en la Puch Maxi al Cruce con el resto de ínclitos de la época; o de aquel que iba a casa de Jose en Torrevieja para trasnochar en la KKO. "Y hace ya tanto tiempo de eso", pensé.

Si estás en ese ámbito musical, creo que esto te gustará.

viernes, 14 de mayo de 2010

¿Cómo era aquello que decíamos? Amigos de verdad

Dedicado a Jose y Leles

“Thank you, man!”. Cuando escuché el acento con que Carlos le habló al japonés del Benihaha pensé que sabía mimetizarse como ninguno. Pero olvidé que había estado más de una vez en Estados Unidos, en la América más profunda; y conocía ese acento vaquero de Dallas. Si Carlos no fuera murciano, creo que habría nacido en el medio oeste, llevaría botas de cowboy y conduciría una ranchera gigante para ir a su negocio de promotor de varios equipos de fútbol americano y baloncesto, entre otros espectáculos. Él se dedica a los eventos y la publicidad en Murcia, y un hombre de ese ámbito está hecho de la misma pasta en Memphis, en Los Ángeles o en Torre Pacheco.

Para visitar Nueva York, Marta y Carlos dejaron uno de sus corazones en España. Por eso, durante su estancia tenían una preocupación latente. Son padres. Como Jose, Carlos A. o Javi, se percibe un cambio en su mirada, algo que le deja a uno con el interrogante: ¿Qué diablos estoy haciendo con mi vida?

A Carlos le conozco desde que teníamos unos seis años. Nuestra amistad se juega en una liga distinta; no es de las que se alimenta de jornadas semanales, calendarios o encuentros de trámite. No quiero decir que sea ni mejor ni peor; es distinta. Me pasa con algunos amigos; y aquí puede uno empezar a soltar toda la ristra de tópicos y frases hechas si quiere.

Con este viaje a Nueva York, Carlos y Marta recargaron las pilas, recogieron ideas para sus trabajos y disfrutaron de una segunda luna de miel; a pesar de dormir en un par de colchones en mi sala de estar. Vinieron relajados y no me exigieron nada; contribuyeron con uno de mis muchos vicios cuando aparecieron con un cartón de tabaco bajo el brazo. Todos me traen alcohol o tabaco. Qué perdido me verán.



Disfrutamos de un partidazo con victoria de los Knicks en el Madison Square Garden. Los dos me explicaron cada uno de esos momentos que sólo los americanos saben construir en sus espectáculos deportivos. Cuando la chiquita rubia salió a cantar el himno (©Marta), pensé en lo ingenuos que son los americanos. ¡Cómo se emocionan tanto con estas cosas! Pero luego me dio cierta envidia. A ver si es que soy muy cínico, pensé. Al cabo de una semana, en un paseo por Central Park, un grupo de colegialas se paró frente a la fuente de Bethesda y cantaron a capela el himno de las barras y las estrellas, mientras un tipo las acompañaba con el saxo. En unos segundos se congregaron decenas de personas. "O say, can you see, by the dawn's early light". Y unos minutos más tarde se congregaron decenas de lágrimas. Mi mente volvió al laberinto: burla, cinismo y envidia.

Durante la estancia de Carlos y Marta, Wonyoung me invitó a un concierto en un club underground de Williamsburg. Este barrio de Brooklyn está muy de moda entre artistas y modernos. Carlos y yo lo bautizamos como la zona Mariano Rojas de Nueva York, para quitarle un poco de hierro al asunto. La aventura tuvo su momento tétrico: el local era una nave perdida junto al East River y cruzamos varias calles abandonadas. Yo estaba tranquilo. Pero nos topamos con un tipo desgarbado fumando en la puerta de un garaje, desde donde se oía el llanto de un bebé. Ellos rompieron la diplomacia y me preguntaron que dónde les estaba metiendo. Pero todo se apaciguó cuando atravesamos la puerta de WilliamsBurguer, el único garito abierto en diez manzanas. Dimos buena cuenta de unas alitas de pollo, unas hamburguesas y unas cuantas cervezas. Luego encaramos la entrada del club indie como neoyorquinos de toda la vida.

Al final, Carlos se acostumbró tanto a la rutina local, en parte gracias a su residencia en el Upper East Side, que cuando se cruzaba con turistas le decía a Marta: ¡Ay, estos turistas españoles! Fue bueno tenerles por aquí; y nos acordamos de todos nuestros amigos, de lo bien que lo hubieramos pasado juntos. Bah, probablemente no hubieramos salido de los dos o tres bares de mi barrio. Con amigos, ¡qué más da Nueva York, Londres o Honk Kong!


miércoles, 14 de abril de 2010

J&O, el barbero del diablo


Nunca escribo sin madurar un poco las ideas, pero ahora no tengo pelo que pueda frenar este impulso. Vuelvo del peluquero como si hubiera estado en el rodaje de una secuela de Hostel.

El escenario está cerca de mi casa, en la calle 80 del Upper East Side. Dos hombres me saludan con acento ruso. Uno de ellos se levanta y me indica la silla. El otro mira un televisor incrustado junto a los espejos. Después de explicarle cómo quiero el corte, el compañero sube el volumen de la caja tonta: la suerte está echada. Me atiende un barbero cincuentón, gordo, con chepa y unos dedos morcillones incapaces de agarrar una podadora de cipreses. Su compañero sigue enfrascado con un programa de persecuciones policiales. El viejo me cubre con una capa verde como la de los carniceros. Agarra una de las máquinas de rapar. Yo le comento que me parece bien que la use por la velocidad. Antes de terminar la frase, bbbbrrrrrriiiiiiii. Los cables me rodean el cuello como una constante amenaza de asfixia. El de atrás mira de reojo el esperpento que su colega dibuja en mi cuero cabelludo. Ese potro de suplicios carece de modulador de altura. La estatura del peluquero me obliga a inclinar la cabeza en un ángulo antinatural. Bbbbbbbbbrrrrrriiiiiiiii. Arranca por la izquierda, pasa rápido por detrás, sigue por la derecha. Me gira la cabeza, me pregunta qué tal y sigue rapando. Noto un frío en las sienes. Desde que mi madre me llevaba a Juan, el peluquero de Los Garres, nunca había tenido el cerebro tan a la vista. Su método me deja un mechón de mofeta en la frente. Empiezo a pensar que este hombre no puede usar tijeras por las cinco salchichas de su mano. Pero me equivoco. De reojo, escaso ángulo de visión, pues tengo la barbilla incrustada en el ombligo, localizo unas tijeras grises llenas de pelo. Mío no. Y se pone manos a la obra, con una destreza digna del Eduardo de Burton.

No han pasado ni quince minutos. Me sacude el cuello, coge un secador para quitarme los restos esparcidos por el cuerpo, me cobra y me dice que tenga un buen día. No me atrevo a mirarle a la cara, tampoco a su colega; es la timidez de la víctima ante el verdugo. Le doy la propina sumiso. Y salgo del barbero del diablo con la cabeza agachada.