
Nunca escribo sin madurar un poco las ideas, pero ahora no tengo pelo que pueda frenar este impulso. Vuelvo del peluquero como si hubiera estado en el rodaje de una secuela de Hostel.
El escenario está cerca de mi casa, en la calle 80 del Upper East Side. Dos hombres me saludan con acento ruso. Uno de ellos se levanta y me indica la silla. El otro mira un televisor incrustado junto a los espejos. Después de explicarle cómo quiero el corte, el compañero sube el volumen de la caja tonta: la suerte está echada. Me atiende un barbero cincuentón, gordo, con chepa y unos dedos morcillones incapaces de agarrar una podadora de cipreses. Su compañero sigue enfrascado con un programa de persecuciones policiales. El viejo me cubre con una capa verde como la de los carniceros. Agarra una de las máquinas de rapar. Yo le comento que me parece bien que la use por la velocidad. Antes de terminar la frase, bbbbrrrrrriiiiiiii. Los cables me rodean el cuello como una constante amenaza de asfixia. El de atrás mira de reojo el esperpento que su colega dibuja en mi cuero cabelludo. Ese potro de suplicios carece de modulador de altura. La estatura del peluquero me obliga a inclinar la cabeza en un ángulo antinatural. Bbbbbbbbbrrrrrriiiiiiiii. Arranca por la izquierda, pasa rápido por detrás, sigue por la derecha. Me gira la cabeza, me pregunta qué tal y sigue rapando. Noto un frío en las sienes. Desde que mi madre me llevaba a Juan, el peluquero de Los Garres, nunca había tenido el cerebro tan a la vista. Su método me deja un mechón de mofeta en la frente. Empiezo a pensar que este hombre no puede usar tijeras por las cinco salchichas de su mano. Pero me equivoco. De reojo, escaso ángulo de visión, pues tengo la barbilla incrustada en el ombligo, localizo unas tijeras grises llenas de pelo. Mío no. Y se pone manos a la obra, con una destreza digna del Eduardo de Burton.
No han pasado ni quince minutos. Me sacude el cuello, coge un secador para quitarme los restos esparcidos por el cuerpo, me cobra y me dice que tenga un buen día. No me atrevo a mirarle a la cara, tampoco a su colega; es la timidez de la víctima ante el verdugo. Le doy la propina sumiso. Y salgo del barbero del diablo con la cabeza agachada.
El escenario está cerca de mi casa, en la calle 80 del Upper East Side. Dos hombres me saludan con acento ruso. Uno de ellos se levanta y me indica la silla. El otro mira un televisor incrustado junto a los espejos. Después de explicarle cómo quiero el corte, el compañero sube el volumen de la caja tonta: la suerte está echada. Me atiende un barbero cincuentón, gordo, con chepa y unos dedos morcillones incapaces de agarrar una podadora de cipreses. Su compañero sigue enfrascado con un programa de persecuciones policiales. El viejo me cubre con una capa verde como la de los carniceros. Agarra una de las máquinas de rapar. Yo le comento que me parece bien que la use por la velocidad. Antes de terminar la frase, bbbbrrrrrriiiiiiii. Los cables me rodean el cuello como una constante amenaza de asfixia. El de atrás mira de reojo el esperpento que su colega dibuja en mi cuero cabelludo. Ese potro de suplicios carece de modulador de altura. La estatura del peluquero me obliga a inclinar la cabeza en un ángulo antinatural. Bbbbbbbbbrrrrrriiiiiiiii. Arranca por la izquierda, pasa rápido por detrás, sigue por la derecha. Me gira la cabeza, me pregunta qué tal y sigue rapando. Noto un frío en las sienes. Desde que mi madre me llevaba a Juan, el peluquero de Los Garres, nunca había tenido el cerebro tan a la vista. Su método me deja un mechón de mofeta en la frente. Empiezo a pensar que este hombre no puede usar tijeras por las cinco salchichas de su mano. Pero me equivoco. De reojo, escaso ángulo de visión, pues tengo la barbilla incrustada en el ombligo, localizo unas tijeras grises llenas de pelo. Mío no. Y se pone manos a la obra, con una destreza digna del Eduardo de Burton.
No han pasado ni quince minutos. Me sacude el cuello, coge un secador para quitarme los restos esparcidos por el cuerpo, me cobra y me dice que tenga un buen día. No me atrevo a mirarle a la cara, tampoco a su colega; es la timidez de la víctima ante el verdugo. Le doy la propina sumiso. Y salgo del barbero del diablo con la cabeza agachada.