
Rompo este período de descanso por varios motivos, pero sobre todo porque tengo un ordenador a mano. Durante los últimos quince días he estado alejado casi por completo de internet. Podría decir que venía cargado de aventuras y sucesos divertidos, pero el martes pasado me enteré por
José Alberto de una triste noticia, que tampoco debería serlo tanto si se mira desde un ángulo distinto. Puñetero ángulo en ocasiones como esta.
Peter se nos ha ido, como dice
Juanjo, al lugar donde tiene todas las letras desenredadas. Ayer estuve leyendo los comentarios y los pésames que muchos han dejado en su
blog, una referencia entre muchos de nosotros, pero una pequeña muestra de lo que Peter fue en realidad. A nosotros nos queda ejercer de guardianes de la memoria, como dice
Erefesa. Y seguir su ejemplo de bondad. O
tintarnos el pelo de blanco.
Le conocí en 1997, en mi segundo curso de periodismo. Él era director de la revista Nuestro Tiempo. Entré en la redacción, me acerqué a su despacho, siempre con la puerta abierta, y le pedí permiso para acercarme. Me miró fíjamente, con esa manera tan peculiar que tenía de interrogar sin gastar palabras. Y pasaron unos segundos muy complicados para mí. Luego me hizo pasar y me hizo hablar. ¡Qué tío, no soltó prenda! Dos o tres preguntas solamente. Fumaba y cogía el cigarro de una forma extraña, en silencio.
Me dijo que viniera a la próxima reunión de la redacción, que se celebraba a la hora de comer todos los miércoles, semanalmente. Después me dijo que leyera varios periódicos y revistas, que recortara las cosas que me llamaran la atención, para nutrir la sección de la Serpiente, mi primera escuela periodística. A la vera de Peter conocí a los mejores maestros en eso de las letras enredadas. Tengo guardada en la memoria la imagen de Peter, en aquella mesa gris, a la hora de la comida. Antes hacíamos el paseo de la envidia: desde el Faustino hasta la redacción cargados de fritos, pintxos, tortillas, bocadillos, mientras todos los estudiantes de la facultad concentrados en el bar esperaban turno en la barra.
Le propuse, o me propuso, no recuerdo, un artículo sobre el comercio de armas internacional. Uno de los largos. Lo retrasé meses, empeñado en recoger más documentación. Un día, después de comer, cuando entrábamos en materia, Peter me preguntó cómo lo llevaba. "Estoy en ello, estoy en ello", le dije.
-Lo quiero en mi mesa dentro de quince días, ya tienes suficiente documentación.
Glup. Gracias a ese tirón pude terminarlo. A las dos semanas, antes de dárselo a Peter, lo leyó Eresfea, que ejercía de jefe de redacción como antes había hecho Pablo Echart. Eresfea lo destripó, sin dejar margen blanco. Además, y que no se enfade, creo que utilizó ¡un rotulador rojo! Cáspita, se ve que entonces no tenía elaborada su teoría sobre la psicología de los correctores. Gracias a ese trabajo conjunto, a los dos días, Peter me llamó a su despacho y me dijo:
-Tu reportaje sale en portada el próximo número.
Glup. Me lo dijo así, sin más, como si me dijera: acompaña a Maite a por los cafés. O ve a por la tortilla. Qué grande.
Siento haber sido un pelín más largo de lo habitual, pero era uno de los recuerdos que tengo de Peter. En febrero me regaló un ejemplar de una novela (foto pésima, es mía) que escribió hace tiempo. Me tocó en un concurso que hizo en Letras Enredadas. La dedicatoria:
Para Miguel, esta novela, sin comas, tan tonta. Peter. 2007.